Adiós al mar del destierro novela de Lucía Donadío

      Un muchacho italiano de dieciséis años emigra a América en 1938, al igual que su abuelo hiciera años atrás. Viaja en el vapor Orazio con una carta dirigida a un hombre desconocido para él. Este joven llamado Bruno ha alimentado sus sueños con los recuerdos de otros que se embarcaron, cuando aún no había nacido, y guarda en la mente postales de ciudades que le permitieron formarse una idea de América.

Lo primero que recuerdo al comenzar a leer esta entrañable novela de Lucía Donadío, Adiós al mar del destierro (Ediciones Igitur-Sílaba, 2021), es el libro de Edmundo de Amicis, Cuore, reafirmador de la nacionalidad italiana, en un momento crucial para la historia del país. No es gratuito, por tanto, que la autora evoque en esta última novela suya, el viaje de un joven casi niño en busca de los suyos, que llega a la Argentina, en el cuento “De los Apeninos a los Andes”, incluido en Cuore, donde el autor les descubre a sus compatriotas que la dolorosa verdad de la emigración también es parte de Italia.

Aparte de las lecciones que en ese libro de Amicis el maestro les transmite a sus alumnos, resulta muy oportuno integrar a la identidad de su país la imagen de América, una tierra que representaba entonces la esperanza de muchos de sus compatriotas. Hacerse a la mar, constituyó durante muchos años el punto de partida de una aventura humana que conectaba a Europa con nuestra historia. Como sabemos, miles de italianos, especialmente del sur del país, luchaban contra la pobreza y la desesperanza, y se hacían con un billete en la tercera clase de un transatlántico, realidad palpitante que el autor no podía desconocer.

Así, en El mar del destierro, Bruno, el protagonista, se lanza hacia lo desconocido no solo persiguiendo una vida mejor, sino intentando también despejar un enigma para entender a los suyos y, así, conocerse a sí mismo. Su destino sería Puerto Colombia, y la ciudad de Barranquilla, donde es acogido por el amigo de la familia. Luego se marchará a una ciudad del interior con la promesa de un trabajo como vendedor. Lo que ignora Bruno es que en el país de acogida echará raíces, formará una familia, recogerá los frutos de su esfuerzo y vivirá las alegrías, junto con los sinsabores de la emigración.

Simone Weil sugiere que el ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en el medio donde ha nacido. En ese sentido, la emigración es una suerte de castigo infringido por la necesidad o la insatisfacción. Por esa pérdida de la patria el emigrante sufre una grieta que se manifiesta en una profunda tristeza y en un sentimiento de ajenidad irreversible.

La herida del desarraigo no se cierra ni siquiera cuando se regresa a la patria, como se puede ver en El mar del destierro. La ajenidad oprime el alma forzándola a una errancia que parece no encontrar un destino final, como bien expresa su protagonista: “Comencé a sentir esa grieta que marcaría mi vida: extrañaría Italia cuando estuviera en Colombia y añoraría Colombia cuando estuviera en Italia. Tuve que aprender a convivir con el amor y el dolor de las dos”.

Sabemos que en los años treinta Colombia recibió un número considerable de inmigrantes que llegaron a Barranquilla. Quienes no se establecieron en esta ciudad se abrieron camino Magdalena arriba, buscando escalar las cordilleras hasta encontrar un lugar donde establecerse. Alemanes, judíos sefarditas y asquenazis o libaneses, españoles o italianos, comenzaron como pequeños comerciantes o vendedores ambulantes de pueblo en pueblo. Muchos de ellos prosperaron y establecieron fábricas de muebles, de cremalleras, de colchones, o se aventuraron como cacharreros, o bien en la industria alimentaria, como panaderos, o en la hostelería.

No es esta la primera novela colombiana escrita por algún autor cuyos antepasados proceden de la inmigración. Ya Luis Fayad había tratado este asunto, aunque muy por encima, en Los parientes de Ester (1978), y posteriormente en La caída de los puntos cardinales (2000), también Azriel Bibliowicz en El rumor del astracán (1991), por poner solo dos ejemplos notables. Al igual que en estos casos, Adiós al mar del destierro refiere el proceso de adaptación a la nueva cultura, empezando por el aprendizaje del idioma, pasando por la percepción y reconocimiento de los nuevos sabores y fragancias, por la relación con los nativos y la añoranza de la patria perdida.

Lucía Donadío no solo aborda aquí el fenómeno de la inmigración de los europeos a América, en su caso italianos, sino que nos plantea el viaje como destino de la condición humana, con todo lo que implica. La obra refiere, más que los logros materiales de una comunidad trabajadora y próspera, en la mayoría de los casos, el sentimiento de pérdida, los desgarros de una existencia rota y asfixiada, en ocasiones, por recuerdos amargos o por recónditos secretos que atormentan a una y otra generación.

El hilo de la intriga nos va llevando por los laberintos del alma sin que se conozcan los motivos del odio, la rabia, o de frustración de quienes hacen daño, cuando no han podido conjurar la violencia o la injusticia padecidas. Se trata de una ruptura que impide el desarrollo y la evolución de las relaciones con el grupo, de una distancia que abre abismos entre quienes se aman o se añoran.

Cajas, armarios, maletas que van y vienen, libros que se arruman, baúles que encierran un mundo, objetos extraños y ropa que aún conserva los olores de los seres amados enfrentan a los deudos al dilema de guardarlos o desprenderse de ellos. De repente, puede descubrirse un sobre que guarda una foto o documentos que aclaran el enigma de la existencia. Un tenue hilo conductor revela la habilidad narrativa con la que Lucía Donadío conduce al lector por los laberintos del alma humana, para sumergirlo en el mar del destierro y devolverlo al paisaje añorado.

Pero la autora ya nos había ofrecido lo que podría entenderse el germen de esta novela en “Querer morirse”, uno los relatos de su libro Cambio de puesto (2012), donde sugería que se llega a desear la muerte cuando se ha vivido bajo el signo de la ausencia, no solo en la orfandad, sino alejada de las raíces, de una patria perdida y desconocida, que se parece entonces al territorio de la muerte.

Una infinita nada ignota se abre en el horizonte del desarraigado, del emigrante o del hijo que hereda la añoranza del origen, como promesa, o como amenaza. El personaje de este cuento citado regresa a la patria, junto a unos parientes que lo rechazan, y que solo lo aceptan muerto, pues quienes un día le cerraron las puertas de su casa no faltarían a su funeral. Una idea que expresa con rotundidad la grieta del peregrino que desde los dieciséis años navegó, cuando el azul del cielo quedó inscrito en su memoria como territorio del alma, el mismo Bruno que vuelve a la patria con setenta y nueve años y la huella de América tatuada en su cuerpo. Una novela imprescindible, ésta, en que la habilidad narrativa de la autora nos arrastra hasta el sentimiento de una tremenda contradicción: la pertenencia o la ajenidad.

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