María, de Jorge Isaacs, en la traición literaria hispanoamericana (I)

    María, del colombiano Jorge Isaacs, es la más importante obra del Romanticismo hispanoamericano. Intimista y sentimental, Paul Groussac, el crítico franco-argentino, maestro de Borges, la denominó “poema de América”. El relato explora el mundo interior propio y evoca las emociones del primer amor en una cálida atmósfera familiar y mítica. El personaje María, responde al modelo de mujeres románticas: sentimentales, lejanas y etéreas. El relato prioriza la relación del narrador con la naturaleza embriagadora. Pero la ensoñación del enamorado se nubla de sombras cuando un presentimiento asalta su corazón: la muerte de la mujer amada que se cierne como una amenaza constante. Las lágrimas derramadas, tras la lectura de esta novela, hicieron merecedor a al autor del título de Caballero de las lágrimas, con que lo designaría uno de sus biógrafos.

Ningún crítico discutiría el lugar preferente de María en nuestro canon literario, no sólo por la consagración de los lectores y las numerosas ediciones que tuvo en el mundo hispánico[1], sino por su calidad literaria. Leída hoy, 150 años después de la primera edición, nos reconcilia con el pasado tumultuoso de nuestro país, Colombia, desgarrado por la violencia política y las guerras civiles. Sin embargo, hay quien cuestiona que esta novela se imponga como lectura obligatoria en los planes de estudio a una juventud ajena a su estética. ¿Pero quién se atreve a negar la universalidad del sentimiento que despierta en el adolescente el primer amor? Naturalmente, la novela es mucho más que el relato amoroso, que surge en un paisaje embriagador y de inquietante sensualidad.


    Publicada en 1867, María empezó a escribirse en 1864, cuando Jorge Isaacs se desempeñaba como subinspector de la construcción de un camino de herradura entre Cali (capital del Valle del Cauca) y Buenaventura, puerto de Colombia en el Pacífico. La zona, aún hoy de difícil acceso, presenta un clima lluvioso hostil, atravesado por ríos caudalosos, pantanos, serpientes venenosas y abismos desafiantes. Pese a los rigores de este clima, se impone en el relato la belleza salvaje y sensual del paisaje, como puede apreciarse en este fragmento lleno de términos ligados a la flora americana:

De allí en adelante las selvas de las riberas fueron ganando en majestad y galanura: los grupos de palmeras se hicieron más frecuentes: veíanse la pambil de recta columna manchada de púrpura, la mil pesos frondosa brindando en sus raíces el delicioso fruto, la chontadura y la gualte distinguiéndose entre todas las naidí de flexible tallo e inquieto plumaje por un no sé qué de coqueto virginal que recuerda talles seductores y esquivos.

Fue el escritor José María Vergara y Vergara, miembro de la tertulia bogotana El Mosaico, el primero en destacar las virtudes de la novela en el momento de su publicación, señalando su carácter sentimental y sus vinculaciones con la literatura francesa. Sabemos que toda obra se inscribe dentro de una tradición. Nuestros países necesariamente se remiten a la cultura occidental asumida desde la Colonia. El referente de la novela americana es el Romanticismo europeo en el que destaca Atala (1801), de Chateaubriand, asimilada por el autor y leída por los protagonistas, los jóvenes Efraín y María. De igual modo, Isaacs recibe la influencia de Pablo y Virginia (1788), de Bernardin de Saint Pierre. Ambos relatos describen paisajes exóticos con personajes primitivos que responden al estereotipo del buen salvaje, en relación directa con la naturaleza en un clima roussoniano, aunque los jóvenes en María, son ajenos a ese primitivismo y han sido educados en los valores de la cultura occidental.

En María, como en Pablo y Virginia, los protagonistas han crecido juntos, casi como hermanos. En los dos casos encuentran obstáculos para su unión, ya que el deber los reclama para que cumplan con el cometido que les impone la cultura: Virginia debe educarse para ser merecedora de la fortuna heredada y Efraín debe completar su educación y asumir los negocios familiares. Este dilema entre la civilización (el deber) y la naturaleza idílica o salvaje (el deseo), se plantea desde el inicio en Atala, como podemos apreciar en esta frase: “¡Destino singular es, hijo mío, el que nos reúne! Yo veo en ti al hombre civilizado que se ha hecho salvaje; y tú ves en mí al hombre salvaje, a quien el Gran Espíritu (ignoro con qué designios) ha querido civilizar.”

 Si el idilio de Pablo y Virginia se desarrolla en Madagascar, con colonos franceses y esclavos africanos que les sirven, mientras que el de Atala sucede entre las tribus de indígenas norteamericanos, en María nos instalamos entre Valle del Cauca plácido y el Chocó hostil y selvático, poblado por indígenas, esclavos, manumisos y aventureros en busca de fortuna.

María al decir de la crítica más autorizada, ofrece, por un lado, un discurso mitológico adánico (la búsqueda o la pérdida del paraíso) y, por otro, un discurso histórico crítico. El primero se legitima en la naturaleza frondosa, fragante, que sirve de escenario a los amores. El segundo se expresa en la mirada hacia el futuro que el joven debe asumir para sostener un orden a punto de desmoronarse, el patriarcado en decadencia por los cambios que se avecinan. Pese a la amenaza constante de muerte, o precisamente por esto, cautiva en María una verdad vivida, la nostalgia de un paraíso encantado donde no nos atormentan las preocupaciones ni la incertidumbre ante el futuro.

         Pero no debe olvidarse que Jorge Isaacs se propuso escribir una novela nacional, en un momento en que Colombia contaba ya con antecedentes nada despreciables. Pensemos Yngermina, o la hija de Calamar (1844), de Juan José Nieto, considerada la primera novela importante del país y, hasta cierto punto, fundacional de lo que se entendería por la “colombianidad”: es decir, el carácter mestizo de una cultura que reinterpreta su pasado y se remonta hasta los orígenes en el Caribe. La historia refiere los amores de una princesa indígena, Yngermina, y el conquistador Alonso de Heredia, hermano de Pedro, el fundador de Cartagena de Indias.

Quizás la narración más lograda en este sentido sea Manuela, de Eugenio Díaz, publicada por entregas en 1858. Considerada habitualmente como una obra costumbrista, sitúa la anécdota en 1856 y da cuenta de las disputas entre las distintas facciones políticas, los liberales: gólgotas (cercanos a los conservadores) y draconianos (los más radicales). Aquí, un joven bogotano de “buena familia”, Demóstenes, al igual que el protagonista de María, ha realizado el itinerario europeo propio de su clase. Por sus lecturas y experiencias concibe ideas avanzadas, pero ajenas a las realidades prácticas del país que se propone descubrir.

A principios del siglo XIX, los países hispanoamericanos se enfrentan el reto de construir repúblicas de acuerdo a los ideales de justicia e igualdad que alimentaron el sueño independentista. Responden a un impulso romántico que se concreta en las luchas intestinas que pretenden conseguir la libertad. Por eso no debe extrañar que nuestro Romanticismo literario sea tardío. Una vez trazadas las fronteras y asentadas las jóvenes repúblicas, las narraciones de la segunda mitad del siglo XIX reflejan los enfrentamientos entre las distintas facciones políticas, la violencia de los grupos en disputa y los pactos entre ellos.

Amalia (1851), del argentino José Mármol, se escribe bajo la dictadura de Juan Manuel Rosas y aborda las cruentas disputas políticas, la persecución del contrario, los unitarios. De palpitante actualidad en el momento de su publicación, el autor tuvo que exiliarse en Montevideo. En cambio, Martín Rivas (1862), del chileno Alberto Blest Gana, da cuenta de las desigualdades sociales y del conflicto que supone una relación amorosa entre personajes de distinta clase social, un reto para la nación que pretende regirse por los principios de igualdad.

A mediados del siglo XIX se impone también en Colombia la necesidad de formular un discurso sobre la nación, en el difícil proceso integrador, debido al centralismo impuesto históricamente, a la gran diversidad regional, y a las abismales distancias (siete días de Cali a Buenaventura, once días de Barranquilla a Bogotá) que desconectaban al país. María da cuenta de la variedad regional y étnica, insistiendo en las selvas hostiles, entre las que debe abrirse camino la civilización. El puerto de Buenaventura no es solo la salida a Europa vía Panamá, sino la entrada de mercancías y de inmigrantes, como el padre de Isaacs [2].

Este inmigrante jamaicano de ascendencia judía, el padre del autor de María,  encuentra por fin su paraíso en un valle próspero y amable, un lugar situado a 35 kilómetros de Cali, donde en 1828 adquiere la hacienda llamada El Paraíso, que conservó hasta 1858, lugar donde Jorge Isaacs sitúa los amores de Efraín y María. La novela se compone de sesenta y cinco capítulos breves. Comienza con la partida de Efraín que debe seguir sus estudios en la capital del país, dejando atrás los recuerdos más felices: “Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después”.

En el segundo capítulo ya ha concluido los estudios y regresa a reencontrarse con los suyos.

Sobre la felicidad, el dolor, la incertidumbre, la nostalgia y el desencanto, se impone el paisaje. Es tan fuerte su influjo, que ya en las primeras páginas el narrador nos dice que el rumor del río ahogaba sus sollozos y las colinas cubrían la casa, que se perdía en la lejanía, igual que la imagen de María tras las enredaderas de la ventana de habitación de la madre.

Cabe señalar cómo la novela presenta numerosas simetrías. Así el niño sale en la madrugada y el joven regresa al anochecer. La vista del paisaje en el camino de vuelta invade su ser de “amor patrio”:

Antes de ponerse el sol, ya había visto yo blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con la mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, a través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.

En el reencuentro, el amor de Efraín y María se expresa con el lenguaje de las flores, lo que era un tópico de la sociedad europea del momento [3]. Pero la naturaleza no es un elemento decorativo: se muestra abrumadora e imponente tanto en la geografía como en la delicadeza de sus tonalidades y perfumes. La contemplación del paisaje  afirma el sentido de pertenencia, de arraigo e identidad que, a la vez, consolida la relación con las gentes que trabajan para la familia.

De estas gentes se describen sus costumbres, su forma de conducirse, su manera de vestir y de hablar. La obra también nos muestra los rituales sociales, la celebración de las bodas y los funerales, las visitas de los amigos a quienes se atiende con el debido protocolo. El mundo de María se rige por los preceptos religiosos y las buenas costumbres. Dentro de la familia, se aborda con extrema delicadeza la relación de los jóvenes, que son parientes criados como hermanos. Los amos sirven de mediadores en los asuntos amorosos de los trabajadores y les ayudan a resolver sus pleitos. Del hogar emana amor y respeto a los padres, cuya autoridad se impone sobre sobre la familia, los trabajadores y los arrendatarios.

La hacienda es un lugar apacible al pie de una montaña, bañado por las brisas, rodeado de hermosos árboles y de jardines que envuelven con su fragancia. Pero, se trata de la idealización de un mundo en el que quisiera quedarse el personaje. Sin embargo, la sociedad rural del siglo XIX le exige llevar las riendas de la familia y enfrentarse a un mundo patriarcal y esclavista que se rige por rígidas e injustas leyes. El narrador de María evidencia los abusos cometidos con los esclavos describiendo personajes y situaciones o haciendo comentarios que demuestran su conciencia de un orden injusto. De hecho, a lo largo de la vida Isaacs defendería con vehemencia el ideario romántico del liberalismo radical, lo que le constó enemistarse con sus antiguos copartidarios conservadores.

Lo importante es que, gracias a esta novela, los lectores colombianos reconocemos la nación en su diversidad: los emigrantes antioqueños que trabajan para los hacendados del Cauca caracterizados como gente emprendedora, hacendosa y diligente; los negros que trabajan al servicio de la familia sin ser esclavos, pues hay manumisos en fincas que se dedican a la industria azucarera, que no son tratados con la misma benevolencia; los indígenas del Chocó que comercian con productos de la selva; las gentes de la capital que parecen más frívolas y, en el caso de las mujeres, más directas; los mulatos que expresan su sentimiento de inferioridad racial; los extranjeros que se instalan en el Cauca y a quienes se les concede permiso para explotar sus riquezas.

Isaacs introduce el elemento exótico de la novela romántica con la historia de los esclavos traídos de África. Para no entrar en anacronismos, hace coincidir el tiempo del relato con la época en que el país aún no se había decretado la abolición de la esclavitud. El narrador aclara que este tráfico ya se consideraba un delito en Colombia 1821[4] donde se decretó la abolición de la esclavitud en 1851. Feliciana, el aya de María, fue comprada por el padre de Efraín, quien le prometió que ni ella ni el hijo que esperaba serían esclavos. Este personaje permite contar, a la vez, la historia de amor de los jóvenes africanos separados al ser vendidos, Sinar y Nay, el nombre original de Feliciana.

Según Germán Arciniegas, Isaacs inauguraría la literatura afroamericana, anticipándose al paradigmático Candelario Obeso, recogiendo bogas del Cauca, ritmos populares como este: “Se no junde ya la luna; /Remá, remá. ¿Qué hará mi negra sola?/ Llorá, Llora…”, que se canta en la travesía por el río hacia el puerto de Buenaventura, en el capítulo LVII. Pero, más allá de estas representaciones de la nación, se imponen los sentimientos del protagonista, pues la principal fuerza dinámica del relato está en el amor que arrastra a dos seres unidos desde la infancia, a pesar de los impedimentos que encuentran.



[1] Según señala, Donald McGrady, en su edición de María, Madrid: Cátedra, 2014 (1ª ed. de 1986), se cuentan 140 hasta 1967. Doris Sommer en “Concepciones románticas: Mármol, Altamirano, Blest Gana, Mera, Galván e Isaacs”, Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica, señala el dato recogido en el folleto 100 Marías (Fondo Cultural Cafetero, 1985) 164 ediciones de María en español.

[2] Nacido en Jamaica, el padre, George Henry Isaacs, llegó al Chocó persiguiendo la riqueza del oro de aluvión, pero acabó poniendo una tienda de abarrotes con la que prosperó. El negocio sufrió un incendio y al arruinarse se instala con su esposa, Manuela Ferrer, dama de origen español nacida Chocó, en Cali, capital del entonces Cauca. 

[3] Véase, por ejemplo, Charlotte de Latour: Le langage des fluers; Paris: Audot, libraire-éditeur, 1939.

[4] El autor refiere la fecha de 1822 en que se dicta el artículo 273 del Código Penal Español que prohibía a los españoles proveerse de esclavos en las costas de África para llevarlos a los puertos de España, de modo que los negreros lo que hicieron fue comprarlos en Santo Tomás, San Bartolomé o Curaçao para llevarlos a Cuba o Puerto Rico.



 




 

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