María, de Jorge Isaacs, en la traición literaria hispanoamericana (I)
María, del colombiano Jorge Isaacs, es la más importante obra del Romanticismo hispanoamericano. Intimista y sentimental, Paul Groussac, el crítico franco-argentino, maestro de Borges, la denominó “poema de América”. El relato explora el mundo interior propio y evoca las emociones del primer amor en una cálida atmósfera familiar y mítica. El personaje María, responde al modelo de mujeres románticas: sentimentales, lejanas y etéreas. El relato prioriza la relación del narrador con la naturaleza embriagadora. Pero la ensoñación del enamorado se nubla de sombras cuando un presentimiento asalta su corazón: la muerte de la mujer amada que se cierne como una amenaza constante. Las lágrimas derramadas, tras la lectura de esta novela, hicieron merecedor a al autor del título de Caballero de las lágrimas, con que lo designaría uno de sus biógrafos.
Ningún crítico discutiría el lugar preferente de María en nuestro canon literario, no sólo por la consagración de los lectores y las numerosas ediciones que tuvo en el mundo hispánico[1], sino por su calidad literaria. Leída hoy, 150 años después de la primera edición, nos reconcilia con el pasado tumultuoso de nuestro país, Colombia, desgarrado por la violencia política y las guerras civiles. Sin embargo, hay quien cuestiona que esta novela se imponga como lectura obligatoria en los planes de estudio a una juventud ajena a su estética. ¿Pero quién se atreve a negar la universalidad del sentimiento que despierta en el adolescente el primer amor? Naturalmente, la novela es mucho más que el relato amoroso, que surge en un paisaje embriagador y de inquietante sensualidad.
De allí en adelante las selvas de las riberas
fueron ganando en majestad y galanura: los grupos de palmeras se hicieron más
frecuentes: veíanse la pambil de recta columna manchada de púrpura, la mil
pesos frondosa brindando en sus raíces el delicioso fruto, la chontadura y la
gualte distinguiéndose entre todas las naidí de flexible tallo e inquieto plumaje
por un no sé qué de coqueto virginal que recuerda talles seductores y esquivos.
Fue el escritor José María Vergara y Vergara, miembro de
la tertulia bogotana El Mosaico, el primero en destacar las virtudes de la
novela en el momento de su publicación, señalando su carácter sentimental y sus
vinculaciones con la literatura francesa. Sabemos que toda obra se inscribe
dentro de una tradición. Nuestros países necesariamente se remiten a la cultura
occidental asumida desde la Colonia. El referente de la novela americana es el
Romanticismo europeo en el que destaca Atala
(1801), de Chateaubriand, asimilada por el autor y leída por los protagonistas,
los jóvenes Efraín y María. De igual modo, Isaacs recibe la influencia de Pablo y Virginia (1788), de Bernardin de
Saint Pierre. Ambos relatos describen paisajes exóticos con personajes
primitivos que responden al estereotipo del buen salvaje, en relación directa
con la naturaleza en un clima roussoniano, aunque los jóvenes en María, son ajenos a ese primitivismo y
han sido educados en los valores de la cultura occidental.
En María, como
en Pablo y Virginia, los protagonistas
han crecido juntos, casi como hermanos. En los dos casos encuentran obstáculos
para su unión, ya que el deber los reclama para que cumplan con el cometido que
les impone la cultura: Virginia debe educarse para ser merecedora de la fortuna
heredada y Efraín debe completar su educación y asumir los negocios familiares.
Este dilema entre la civilización (el deber) y la naturaleza idílica o salvaje
(el deseo), se plantea desde el inicio en Atala,
como podemos apreciar en esta frase: “¡Destino singular es, hijo mío, el que
nos reúne! Yo veo en ti al hombre civilizado que se ha hecho salvaje; y tú ves
en mí al hombre salvaje, a quien el Gran Espíritu (ignoro con qué designios) ha
querido civilizar.”
Si el idilio de Pablo y Virginia se desarrolla en
Madagascar, con colonos franceses y esclavos africanos que les sirven, mientras
que el de Atala sucede entre las
tribus de indígenas norteamericanos, en María
nos instalamos entre Valle del Cauca plácido y el Chocó hostil y selvático,
poblado por indígenas, esclavos, manumisos y aventureros en busca de fortuna.
María al decir de la
crítica más autorizada, ofrece, por un lado, un discurso mitológico adánico (la
búsqueda o la pérdida del paraíso) y, por otro, un discurso histórico crítico.
El primero se legitima en la naturaleza frondosa, fragante, que sirve de
escenario a los amores. El segundo se expresa en la mirada hacia el futuro que
el joven debe asumir para sostener un orden a punto de desmoronarse, el patriarcado
en decadencia por los cambios que se avecinan. Pese a la amenaza constante de
muerte, o precisamente por esto, cautiva en María
una verdad vivida, la nostalgia de un paraíso encantado donde no nos atormentan
las preocupaciones ni la incertidumbre ante el futuro.
Pero no debe olvidarse que Jorge Isaacs
se propuso escribir una novela nacional, en un momento en que Colombia contaba ya
con antecedentes nada despreciables. Pensemos Yngermina, o la hija de Calamar (1844), de Juan José Nieto,
considerada la primera novela importante del país y, hasta cierto punto,
fundacional de lo que se entendería por la “colombianidad”: es decir, el
carácter mestizo de una cultura que reinterpreta su pasado y se remonta hasta
los orígenes en el Caribe. La historia refiere los amores de una princesa
indígena, Yngermina, y el conquistador Alonso de Heredia, hermano de Pedro, el
fundador de Cartagena de Indias.
Quizás la narración más lograda en este
sentido sea Manuela, de Eugenio Díaz,
publicada por entregas en 1858. Considerada habitualmente como una obra
costumbrista, sitúa la anécdota en 1856 y da cuenta de las disputas entre las
distintas facciones políticas, los liberales: gólgotas (cercanos a los
conservadores) y draconianos (los más radicales). Aquí, un joven bogotano de
“buena familia”, Demóstenes, al igual que el protagonista de María, ha realizado el itinerario
europeo propio de su clase. Por sus lecturas y experiencias concibe ideas avanzadas,
pero ajenas a las realidades prácticas del país que se propone descubrir.
A principios del siglo XIX, los países
hispanoamericanos se enfrentan el reto de construir repúblicas de acuerdo a los
ideales de justicia e igualdad que alimentaron el sueño independentista. Responden
a un impulso romántico que se concreta en las luchas intestinas que pretenden
conseguir la libertad. Por eso no debe extrañar que nuestro Romanticismo
literario sea tardío. Una vez trazadas las fronteras y asentadas las jóvenes
repúblicas, las narraciones de la segunda mitad del siglo XIX reflejan los
enfrentamientos entre las distintas facciones políticas, la violencia de los
grupos en disputa y los pactos entre ellos.
Amalia (1851), del argentino José
Mármol, se escribe bajo la dictadura de Juan Manuel Rosas y aborda
las cruentas disputas políticas, la persecución del contrario, los unitarios.
De palpitante actualidad en el momento de su publicación, el autor tuvo que
exiliarse en Montevideo. En cambio, Martín Rivas (1862), del chileno Alberto Blest Gana, da cuenta de
las desigualdades sociales y del conflicto que supone una relación amorosa
entre personajes de distinta clase social, un reto para la nación que pretende
regirse por los principios de igualdad.
A mediados del siglo XIX se impone también
en Colombia la necesidad de formular un discurso sobre la nación, en el difícil
proceso integrador, debido al centralismo impuesto históricamente, a la gran diversidad
regional, y a las abismales distancias (siete días de Cali a Buenaventura, once
días de Barranquilla a Bogotá) que desconectaban al país. María da cuenta de la variedad regional y étnica, insistiendo en
las selvas hostiles, entre las que debe abrirse camino la civilización. El
puerto de Buenaventura no es solo la salida a Europa vía Panamá, sino la entrada
de mercancías y de inmigrantes, como el padre de Isaacs [2].
Este inmigrante jamaicano de ascendencia judía, el padre del autor de María, encuentra por fin su paraíso en un valle próspero y amable, un lugar situado a 35 kilómetros de Cali, donde en 1828 adquiere la hacienda llamada El Paraíso, que conservó hasta 1858, lugar donde Jorge Isaacs sitúa los amores de Efraín y María. La novela se compone de sesenta y cinco capítulos breves. Comienza con la partida de Efraín que debe seguir sus estudios en la capital del país, dejando atrás los recuerdos más felices: “Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después”.
En el segundo capítulo ya ha concluido los estudios y regresa
a reencontrarse con los suyos.
Sobre
la felicidad, el dolor, la incertidumbre, la nostalgia y el desencanto, se
impone el paisaje. Es tan fuerte su influjo, que ya en las primeras páginas el
narrador nos dice que el rumor del río ahogaba sus sollozos y las colinas
cubrían la casa, que se perdía en la lejanía, igual que la imagen de María tras
las enredaderas de la ventana de habitación de la madre.
Cabe
señalar cómo la novela presenta numerosas simetrías. Así el niño sale en la
madrugada y el joven regresa al anochecer. La vista del paisaje en el camino de
vuelta invade su ser de “amor patrio”:
Antes
de ponerse el sol, ya había visto yo blanquear sobre la falda de la montaña la
casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con la mirada ansiosa los
grupos de sus sauces y naranjos, a través de los cuales vi cruzar poco después
las luces que se repartían en las habitaciones.
En
el reencuentro, el amor de Efraín y María se expresa con el lenguaje de las
flores, lo que era un tópico de la sociedad europea del momento [3]. Pero
la naturaleza no es un elemento decorativo: se muestra abrumadora e imponente tanto
en la geografía como en la delicadeza de sus tonalidades y perfumes. La
contemplación del paisaje afirma el
sentido de pertenencia, de arraigo e identidad que, a la vez, consolida la
relación con las gentes que trabajan para la familia.
De
estas gentes se describen sus costumbres, su forma de conducirse, su manera de
vestir y de hablar. La obra también nos muestra los rituales sociales, la
celebración de las bodas y los funerales, las visitas de los amigos a quienes
se atiende con el debido protocolo. El mundo de María se rige por los preceptos religiosos y las buenas costumbres.
Dentro de la familia, se aborda con extrema delicadeza la relación de los
jóvenes, que son parientes criados como hermanos. Los amos sirven de mediadores
en los asuntos amorosos de los trabajadores y les ayudan a resolver sus
pleitos. Del hogar emana amor y respeto a los padres, cuya autoridad se impone
sobre sobre la familia, los trabajadores y los arrendatarios.
La
hacienda es un lugar apacible al pie de una montaña, bañado por las brisas,
rodeado de hermosos árboles y de jardines que envuelven con su fragancia. Pero,
se trata de la idealización de un mundo en el que quisiera quedarse el
personaje. Sin embargo, la sociedad rural del siglo XIX le exige llevar las
riendas de la familia y enfrentarse a un mundo patriarcal y esclavista que se
rige por rígidas e injustas leyes. El narrador de María evidencia los abusos cometidos con los esclavos describiendo
personajes y situaciones o haciendo comentarios que demuestran su conciencia de
un orden injusto. De hecho, a lo largo de la vida Isaacs defendería con
vehemencia el ideario romántico del liberalismo radical, lo que le constó
enemistarse con sus antiguos copartidarios conservadores.
Lo importante es que, gracias a esta novela, los lectores
colombianos reconocemos la nación en su diversidad: los emigrantes antioqueños
que trabajan para los hacendados del Cauca caracterizados como gente
emprendedora, hacendosa y diligente; los negros que trabajan al servicio de la
familia sin ser esclavos, pues hay manumisos en fincas que se dedican a la
industria azucarera, que no son tratados con la misma benevolencia; los
indígenas del Chocó que comercian con productos de la selva; las gentes de la
capital que parecen más frívolas y, en el caso de las mujeres, más directas;
los mulatos que expresan su sentimiento de inferioridad racial; los extranjeros
que se instalan en el Cauca y a quienes se les concede permiso para explotar
sus riquezas.
Isaacs introduce el elemento exótico de
la novela romántica con la historia de los esclavos traídos de África. Para no
entrar en anacronismos, hace coincidir el tiempo del relato con la época en que
el país aún no se había decretado la abolición de la esclavitud. El narrador
aclara que este tráfico ya se consideraba un delito en Colombia 1821[4] donde se decretó la abolición de la esclavitud en 1851. Feliciana, el aya de María, fue comprada por
el padre de Efraín, quien le prometió que ni ella ni el hijo que esperaba
serían esclavos. Este personaje permite contar, a la vez, la historia de amor
de los jóvenes africanos separados al ser vendidos, Sinar y Nay, el nombre
original de Feliciana.
Según Germán Arciniegas, Isaacs inauguraría la literatura afroamericana, anticipándose al paradigmático Candelario Obeso, recogiendo bogas del Cauca, ritmos populares como este: “Se no junde ya la luna; /Remá, remá. ¿Qué hará mi negra sola?/ Llorá, Llora…”, que se canta en la travesía por el río hacia el puerto de Buenaventura, en el capítulo LVII. Pero, más allá de estas representaciones de la nación, se imponen los sentimientos del protagonista, pues la principal fuerza dinámica del relato está en el amor que arrastra a dos seres unidos desde la infancia, a pesar de los impedimentos que encuentran.
[1] Según señala, Donald McGrady, en su edición de María, Madrid: Cátedra, 2014 (1ª ed. de 1986), se cuentan 140 hasta 1967. Doris Sommer en “Concepciones románticas: Mármol, Altamirano, Blest Gana, Mera, Galván e Isaacs”, Historia de la cultura literaria en Hispanoamérica, señala el dato recogido en el folleto 100 Marías (Fondo Cultural Cafetero, 1985) 164 ediciones de María en español.
[2] Nacido en Jamaica, el padre, George Henry Isaacs, llegó al Chocó persiguiendo la riqueza del oro de aluvión, pero acabó poniendo una tienda de abarrotes con la que prosperó. El negocio sufrió un incendio y al arruinarse se instala con su esposa, Manuela Ferrer, dama de origen español nacida Chocó, en Cali, capital del entonces Cauca.
[3] Véase, por ejemplo, Charlotte de Latour: Le langage des fluers; Paris: Audot, libraire-éditeur, 1939.
[4] El autor refiere la fecha de 1822 en que se dicta el artículo 273 del Código Penal Español que prohibía a los españoles proveerse de esclavos en las costas de África para llevarlos a los puertos de España, de modo que los negreros lo que hicieron fue comprarlos en Santo Tomás, San Bartolomé o Curaçao para llevarlos a Cuba o Puerto Rico.
Comentarios
Publicar un comentario