Madame Gervaisais, Edmond y Jules Goncourt
De los hermanos Goncourt ya me había ocupado cuando tropecé con esa extraña joya que es Germinie Lacerteux (1865), novela en la que nos introducen en la compleja personalidad de una empleada doméstica con una doble vida, a espaldas de su patrona, la señora de Varandeuil. Esta es una vieja solterona que procede de una familia noble de antes de la sangrienta Revolución, con un padre tirano y una vida difícil que, sin embargo, no ha endurecido su corazón. Entre luces y sombras, la criada da rienda suelta sus pasiones, entre la fervorosa fidelidad a su patrona y la degradación moral a que la conduce el amante.
Lo novedoso para la literatura de la época, que se escribía
para y sobre las clases burguesas, a las que representaba, es que una empleada
doméstica alcance la categoría de protagonista, de heroína, o antiheroína
problemática. Al parecer, los Goncourt se inspiraron en una empleada suya,
según refieren en su célebre diario. De pasiones desenfrenadas y, hasta cierto
punto, brutales, el pueblo que encarna Germinie carece de los dilemas morales
de la mujer burguesa.
Por el contrario, Madame Gervaisais (1869), publicada cuatro años después, se centra en una hija de la próspera burguesía de Segundo Imperio. Esta burguesía, junto con el ejército ansioso de condecoraciones y el clero triunfante, constituyen los pilares del régimen. No es gratuito que los autores traten aquí el tema religioso como experiencia íntima y como un caso de “histerismo femenino”, pero también como maquinaria de poder para doblegar a la gente. La protagonista ha podido cultivar su espíritu gracias a la biblioteca familiar y a la educación del padre. Además, se ha ocupado de su hermano menor, a quien ha formado intelectualmente.
Madame Gervaisais llega a Roma, ya viuda, con su único hijo y una criada,
para curarse de la tisis. Pero la Ciudad Eterna, fuente de inspiración de
poetas y artistas románticos, transformará por completo su personalidad. Más de la mitad de la novela los autores nos
recrean con las cualidades intelectuales de la protagonista que consideran de
una elite femenina, comparable sólo con aristócratas de otras épocas, como la célebre madame de Staël (1766-1817). De una sofisticada inteligencia, esta polemizaba en su salón literario en igualdad
de condiciones con sus equivalentes masculinos. Es ella quien introduce el
Romanticismo en Francia y quien da a conocer a los autores de lengua alemana.
Con tales cualidades, sorprende al lector cómo se
desarrolla en madame Gervaisais la pasión religiosa, tal una enfermedad
perniciosa, similar a la histeria, que el célebre doctor Charcot describía, a
partir de sus observaciones clínicas en ciertas enfermas mentales, o tomadas
por tales.
El hijo de la protagonista tiene en torno a seis años y, en
apariencia, está retrasado en su desarrollo intelectual, ya que se niega a
hablar y a aprender a leer. La criada,
por su parte, muestra hacia su jefa, igual que Germinie Lacerteux, una apasionada devoción y gratitud por haberla
tomado a su servicio, pese a la acusación de robo que cae sobre ella. Aunque es
juzgada y declarada inocente, esta mancha en su pasado parecería suficiente
como para que se perdiese la confianza en ella.
La vida de Madame Gervaisais en Roma se reparte entre
lecturas, cartas al hermano y largos paseos por lugares históricos de la
ciudad en compañía de su hijo, a quien lleva a la Ópera. Tras su conversión van
cambiando sus apreciaciones del paisaje que la rodea, sus lecturas, gustos
literarios y ensoñaciones, su inclinación hacia lo bello, lo bueno y lo
verdadero, valores que Hegel atribuye al arte, y que colmaban sus expectativas estéticas.
Lectora de filósofos como Kant, manifiesta, al
principio, un repudio por la Iglesia como institución, y por el Vaticano, como
centro de poder. La novela aborda, precisamente su transformación en un alma
piadosa, lo que representa más de un dilema para quien sólo se ha doblegado
ante la razón. ¿Qué ha pasado?
Sólo sabemos que la protagonista está enferma de tisis y que
el viaje forma parte de su curación. Pero vemos que en ella también anida una
gran frustración, como madre y quizás como esposa. Como hermana mayor se dedicó
a cultivar con éxito la inteligencia de su hermano, pero fracasa con el hijo,
especialmente sensible para la música y el arte, pero que se empeña en comunicarse solo con gestos y
miradas. Al tratar de forzar al niño a aprender a leer, este sufre convulsiones
y una fiebre que lo lleva a las puertas de la muerte. El pronóstico del médico
es grave, por lo que madame Gervaisais se siente culpable por no haber aceptado
al hijo tal como es. Impotente ante la
enfermedad, se deja llevar por las mujeres del vecindario que la animan a
visitar la capilla de un santo a quien le hace una promesa, si el hijo se cura. Milagrosamente, el pequeño se recupera y ella debe cumplir con la ofrenda al santo.
A partir de ese momento Madame Gervaisais se lanza ciegamente
a los brazos de la Iglesia y toma por consejero espiritual al padre Giansanti. Incapaz de reaccionar ante
sus manipulaciones y sin saber siquiera qué busca, sigue el camino de
penitencia y distanciamiento del mundo que le marca, inmune a la razón y al
afecto de quienes la rodean. Abandona al hijo y le cierra las puertas a las
amistades que la visitan interesándose por su salud.
La descripción de la sensibilidad e inteligencia de la
protagonista es tan minuciosa que, a lo largo de la lectura, no dejamos de
preguntarnos ¿Dónde está el padre del niño? ¿Acaso madame Gervaisais es viuda? En el capítulo 23 el narrador nos informa que
estuvo casada con el hombre elegido por su padre, quien orgulloso creía dejarla
en una inmejorable posición. De ese matrimonio ella recuerda los primeros años grises,
vacíos, monótonos, resultado de una unión sin amor con un hombre que no era ni
bueno ni malo, ni amante ni egoísta, ni viejo ni joven, ni feo ni apuesto. El
marido solo era un alto funcionario del Estado que se ocupaba de asuntos
oficiales de gran relevancia, y que hería su inteligencia, pues estaba celoso y envidioso de su talento.
Finalmente, el hombre se convierte en el mayor enemigo de su tranquilidad, de
sus amistades, de sus gustos e ideas. La
aleja de los salones en los que ella brillaba, todo esto durante diez años en
los que ni siquiera tuvo el consuelo de
la maternidad, ya que Pierre Charles es un hijo tardío. El esquema se repite cuando ella cae en manos del consejero espiritual que la domina.
Esta transformación feroz de madame Gervaisais espanta a su criada Honorine, que discute y se enfrenta a ella porque no comprende, cómo puede abandonarse, incluso, complacerse con su enfermedad y mostrar una malignidad e impiedad impropias de su carácter. Clínicamente, los autores influidos por las teorías del momento, explicarían que este proceso se debe a tisis, a la falta de oxígeno en el cerebro que produce alteraciones nerviosas.
Ni esposa, ni madre ni amante, ni filósofa,
madame Gervaisais es una inteligencia errática que va matando en ella lo bueno,
lo bello y lo verdadero, que más reverenciaba, por adentrase las oscuridades del
alma, en el misterio de la muerte. La crítica despiadada es contra este misticismo histérico con el que la Iglesia católica le arrebata a
las gentes la voluntad y el libre albedrío y los placeres estéticos.
¡Estupenda reseña! Me ha producido unas ganas fervorosas de conseguir el libro, aunque sea casi imposible. Sólo he conseguido los hermanos Zemganno, de Edmond de Goncourt.
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