Germinie Lacerteux (1865), Edmond y Jules Goncourt
Por
casualidad he tropezado con la versión española de Germinia Lacertaux de 1920 de los célebres Edmond y Jules de Goncourt, una bella edición del histórico sello
español Calpe fundado en 1918, y que en 1925 se uniría con Espasa, antecedente
de la extraordinaria colección Austral. Encontré
el volumen en una librería de viejo de la calle Fernando el Católico de Madrid,
a la que solemos ir a menudo en nuestros paseos por los alrededores del barrio
después de tomar un café.
Arrumados,
a la espera de algún curioso que los quiera adquirir, los libros evidencian el
paso del tiempo, lo perecedero y lo imperecedero de una obra de arte. Hay que
amarlos con fervor para comprarlos aunque estén deshaciéndose y aún después de
habernos desprendido de unos cuantos no sin pesar.
Adquirí
el librito en perfecto estado por menos de dos euros, ¿cómo no llevármelo a
casa? No conozco suficiente a estos célebres autores, que tantas polémicas
desataron por la crudeza de sus planteamientos naturalistas, especialmente en
esta novela en la que fijan su atención en el pueblo desdeñado, ajeno a los
salones de la aristocracia y la burguesía, de los que tan asiduos fueron. Tanto
peso adquirían esas clases sociales que escenificaban, como en una
representación teatral, la sociedad en su conjunto, que la mayoría de los
escritores realistas franceses extrajeron de allí a los protagonistas de sus
ficciones.
Publicada
en 1865, en el prólogo de Germinie
Lacerteux, los autores se justifican por concederle a las “clases bajas” el
derecho a protagonizar la novela, como ya lo habían hecho en Sor Filomena (publicada en 1861). Lo
hacen preguntándose “si en estos años de igualdad en que vivimos existían aún
para el escritor y para el lector clases indignas, desdichas demasiado bajas,
dramas demasiado groseros y catástrofes de un terror poco noble”.
Jorge
Urrutia, ya había señalado en un ensayo recogido en Juguetes de un Dios Frío, la importancia de esta novela y el valor
de su prólogo, que señalaba cómo tras la
igualdad entre los ciudadanos, decretada por la Revolución de 1789, la aristocracia y
la burguesía francesa seguían protagonizando las narraciones.
Desde que leí ese
ensayo asumí como asignatura pendiente la lectura de esta novela que se ocupa
de los pobres. El tema me resulta apasionante pues, muchas veces, este tipo de
ficciones delata la ambigua ideología de la persona que se oculta tras el narrador.
Más de una vez he detectado prejuicios respecto a las manifestaciones de la
miseria que incomodan a la sociedad. Pensemos en las declaraciones del
personaje Iturrioz, alter ego de
Baroja en El árbol de la ciencia,
quien se sitúa por encima de su medio y así le dice al sobrino: “Yo te
confieso, para mí nada tan repugnante como esa bestia prolífica, que entre
vapores de alcohol va engendrando hijos que hay que llevar al cementerio o que,
si no, van a engrosar los ejércitos del presidio y de la prostitución. Yo tengo
verdadero odio a esa gente sin conciencia, que llena de carne enferma y podrida
la tierra”.
Gracias
a un maravilloso hallazgo cayó en mis manos esta edición de Germinie Lacerteux de 1920 que leí de un
tirón. La novela es, sin duda, una joya de la literatura universal. Fue escrita
durante el Segundo Imperio francés, periodo comprendido entre 1852 y 1870, y
que se caracteriza por sus fastuosas celebraciones y exposiciones universales. En
el momento de su aparición tuvo feroces detractores y apasionados defensores,
como Emile Zola, quien celebraría la audacia de los Goncourt.
Consciente
de pertenecer a su tiempo, de la distancia entre la “santidad quejumbrosa” de las épocas clásicas,
y su gusto por las obras de decadencia, “fuertemente” condimentadas, “de cierta
sensibilidad malsana”, Emile Zola celebraba efusivamente esta obra, que no sólo introducía al lector por los sórdidos laberintos de las pasiones de las gentes del pueblo, sino que abordaba la psicología
de quien desarrollaba la extraña habilidad para llevar una doble vida, como le ocurre
a Germinie. Sirvienta fiel, leal, entregada a su ama, y en los ratos libres
amante degradada, ferozmente celosa, servilmente propicia, masoquista, alcohólica
y ladrona, que se arrastra por los lupanares mendigando el favor de su amante.
Como
en toda novela naturalista, hay una tesis tras el planteamiento y un estudio
previo del medio de donde procede el personaje. Pobreza, abandono, injusticia,
abusos, en el caso de la joven Germinie. Ésta procede de un mundo campesino que
debe emigrar a los suburbios de la ciudad. Su psicología, a la vez, está
marcada por las experiencias sufridas: violación, muerte de su sobrina, muerte
de su adorada hija, traición de su amante. La crueldad humana la golpea con sevicia
y transforma sus sentimientos, la dulzura y la nobleza de su corazón, en odio y deseos de venganza. Pese a la bajeza de quienes la rodean, la lechera y el
rufián de su hijo, que explotan sus sentimientos, Germinie se levanta y se
aferra a la lealtad debida a su ama, la señorita Varandeuil. Ésta es una vieja
solterona procedente de una familia noble que ha sobrevivido a la sangrienta
venganza de la Revolución. A cambio, ha sido sometida tiranamente por el padre,
un vividor que hasta su muerte la condena a ser su sirvienta. Austera, generosa
de espíritu y espléndida con quienes ama, la señorita Varandeuil confía en su
criada, hasta el punto de no cuestionarse sus cambios de humor, sus
enfermedades ni sus extrañas salidas.
Zola
defiende esta novela que responde al espíritu de una época en la que las
personas están “enfermas de progreso, de industria y de ciencia” y se complacen
en descender cada vez más bajo, “ávidas de conocer el cadáver del corazón
humano”. Germinie es para él hija de su tiempo, mezcla de crueldades y
delicadezas. El "crimen" de los autores, a su juicio, consiste en haber dicho en voz alta lo
que otros dicen en voz baja.
Con
lujo de detalles, como corresponde al estilo de los Goncourt, se nos presenta
la personalidad de una mujer enferma, un “caso clínico de histerismo”, como
dictaminaría Charcot, el médico que tanto influyó en la construcción de tipos
femeninos en la narrativa decimonónica en Francia y en el mundo hispánico. La
sexualidad exaltada, la culpa, los remordimientos, el deseo de venganza y de
autoinmolación muestran la fuerte personalidad de esta mujer del pueblo. Lo
único que la aterroriza es la idea de que su patrona descubra alguna vez las
deudas que ha contraído y lo bajo que va descendiendo por complacer al hombre
que tanto la desprecia. Los Goncourt confesarían que el personaje estaba
inspirado en su criada, que también había llevado una doble vida sin que ellos
lo sospecharan. Este anecdotario, para quien este interesada, se recoge en el diario que escribieron y en
el que presentan un retrato de la vida parisina.
Tras
la muerte de Germinie llegan los acreedores y se conoce la verdad. El repudio
de madame de Varandeuil, al descubrir la doble vida de su criada, es el mismo de
la sociedad, herida con la lectura de esta novela. Pero el perdón que se le
concede a la protagonista, cuando su ama se acerca al cementerio a visitar su
tumba, es el mismo que Zola reclama para el personaje. Allí, entre cruces amontonadas,
la mujer descubre algo peor: que en las fosas comunes los pobres se arruman en
la misma promiscuidad en que vivieron, y que algunas de las gentes del populacho, como la pobre Germinie, ni
siquiera conservan la dignidad del nombre por el que se les conoció. Ante esa
tumba sin nombre, el escritor Emile Zola sale en defensa de los pobres, reivindicando
la nobleza de un corazón, que en un medio propicio hubiera podido desplegar sus
virtudes y entregarse a los otros con amor.
Además de celebrar con Zola esta novela, me ha maravillado todavía más lo
imperecedero del arte y la misteriosa suerte del libro y de su lectora que espera
siglos, si es preciso, para que su mundo vuelva a palpitar y a vivir con
nuestra respiración. Lo extraordinario de mi hallazgo en la librería de viejo
de la calle Fernando El Católico es que hasta ahora nadie había leído jamás este
ejemplar. Nada más abrirlo descubrí que permanecía intonso y tuve que
recurrir al cortapapeles para romper el velo de sus secretos. ¡Cien años
después este ejemplar encontraba por fin a su lectora!
Editado
en Madrid en 1920, no me cabe duda de que este ejemplar de Germinie Lacerteux pasó por muchas manos. Quizás el primer dueño, o
la primera dueña, lo adquiriese por suscripción. En el catálogo se indica que corresponde
a los números 507 y 508, de modo que ya se podrán imaginar la cantidad de
libros que había que descartar para leer alguno de estos títulos. Todo no se
puede leer. Decía Menéndez Pelayo al final de sus días: “Qué pena morir cuando
me queda tanto por leer”, imagínense lo que podría ocurrirle a un lector
corriente. Pero
este es también un libro autografiado, firmado por un desconocido “A. Barrada”, que lo
adquirió en Córdoba en 1967 y que lo etiquetó en su biblioteca personal con la
signatura 840-6=6. Este dueño, por lo que se ve, tampoco tuvo tiempo de leerlo.
Sin embargo, el lunes 20 de febrero de 2020 alguien como yo se lo llevó a casa y lo
leyó con devoción. Este margen de cien años entre la edición y la lectura de un
libro me llena de esperanza y de ciega fe en la pasión de la lectura que da
vida a los libros. Vendidos como saldo por peso, en contenedores, enviados al
otro lado del mar, junto con bestsellers o recetarios y guías de viaje, de efímera existencia, van los clásicos. Vaciadas las bibliotecas familiares
por herederos que no saben qué hacer con los libros, en sacos o en cajas, los
libros acaban en las librerías de viejo donde casi siempre ocupan un lugar
digno, a pesar de que parezcan los deshechos de una cultura despreciada por
quienes ignoran que en ellos, a menudo, palpita la noción de la belleza, la heroicidad
de las causas perdidas, la grandeza y la bajeza humanas.
Lo
importante para quienes amamos la literatura es que hay obras en las que duerme
una verdad profunda y esto es lo que encuentra Zola en la novelita de los
Goncourt. Zola concluye que desde el punto de vista de lo humano hay pocas diferencias entre las clases populares,
la burguesía y la aristocracia, ya que sus vicios son los mismos. Lo que molestó de Germinie Lacerteux a algunos lectores de su época, fue la verdad de los
miserables que les quitaba el sueño, que estropeaba la digestión de las buenas
familias. Ahora esta verdad vive en mí.
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