El desierto de los tártaros, Dino Buzzati
Hay
libros que vienen a ocupar el espacio que tenían reservado sin que fuésemos
conscientes de que tal lugar existía. Su lectura completa nuestro ser embriagándonos
de una plenitud que solo dejan las obras maestras. Es lo que me ha ocurrido al
terminar El desierto de los tártaros,
novela del italiano Dino Buzzati (1906-1972), quien alcanzó fama con la
publicación de su primera novela Bárnabo
de las montañas (1933). Corresponsal, reportero de guerra, ilustrador, Buzzati
fue un genial creador de atmósferas, dueño de una escritura y de un dominio de
la palabra, que atrapa desde las primeras líneas.
Escrita
en 1940, El desierto de los tártaros, considerada una obra maestra poética, lírica, misteriosa, y profundamente
humana, dibuja una trayectoria que empieza con la salida de casa del
protagonista en busca su destino y se cierra con el camino de regreso, al final
de la vida. Desde el primer momento nos sentimos en el universo que pudiera ser
de Kafka, sujetos a una poderosa inquietud. Todo parece regirse por la lógica de
la costumbre. En un momento dado, nos adentramos en un bosque misterioso, en
permanente sensación de espera, con la necesidad contenida de escalar las altas
cimas que se avizoran, pero también con el temor ante el abismo y la nada.
El
protagonista, el joven oficial Giovanni Drogo, vestido con el uniforme de teniente,
se prepara para dirigirse a la Fortaleza Bastiani a donde ha sido destinado en
misión militar. Es de madrugada y reina en la casa el silencio, solo se
escuchan los rumores del cuarto de al lado, el de la madre, que se dispone a
despedirlo. Es un día esperado por muchos años, pues marca “el
principio de su verdadera vida” pero, extrañamente, al mirarse al espejo, no
siente júbilo alguno, a pesar de que con su grado de oficial sabe que va a
alcanzar una autonomía que no tenía. Nada le entusiasma en el umbral de la
puerta que lo arroja del cómodo espacio del hogar hacia lo desconocido. Tampoco
le consuela pensar que el suyo será el destino que muchos oficiales buscan para
mejorar la vida. De repente, todo pierde sentido para él, se siente extraño,
inseguro, desorientado en su habitación, invadido por un pensamiento que no
puede precisar: “un vago presentimiento de hechos fatales, como si tuviera que
emprender un viaje sin regreso”.
El
viaje iniciático, como sabemos, es fundacional de la vida del individuo. Para
Jung, el camino del héroe implica siempre una pérdida y, en este caso, significa
abandonar la comodidad y el calor hogareños, la protección de los padres. Al
dejar todo aquello para adueñarnos de
nuestro destino nos asalta la preocupación por el futuro incierto. El narrador
insinúa, siempre insinúa, que Drogo es consciente de ello: “el tiempo mejor, la
primera juventud, había terminado”. Además, el joven se prepara para ir a donde
ninguno de sus conocidos ha estado. Sale a despedirlo un amigo que lo acompaña hasta
más allá de las puertas de la ciudad. En esa frontera, Drogo vuelve los ojos
sobre su terruño y piensa en lo que deja atrás: su habitación, su cama, las
sábanas recogidas, las cosas que le pertenecen, el pequeño mundo de su niñez.
¿Cómo detener la fuga del tiempo? Es el presentimiento de que no hay retorno lo
que encoge el alma, porque el viaje no es solo un desplazamiento en el tiempo,
también es una búsqueda interior, el impulso renovador que ansía el ser humano
en los años de formación.
La
fortaleza es un lugar simbólico anclado en una frontera vigilada, pese a que la
comarca vive un periodo de paz. Más allá de sus murallas se abre un inmenso desierto
al que nadie se acerca, llamado el desierto de los tártaros, y, a lo lejos se
divisan unas montañas cubiertas de neblina que impiden la nítida visión del
horizonte. Obsesionados por lo que pueda ocurrir más allá de esa frontera, los
centinelas, con la vista puesta en la bruma, se mantienen atentos al menor
movimiento, a la más remota sombra, al más leve destello de luz. La vida para
muchos de ellos se convierte en permanente espera y, a la vez, en recóndita resignación. Las relaciones entre el personal se rigen por la disciplina militar y aunque la cercanía permita confidencias, no hay forma de combatir la soledad que cada quien lleva dentro. Silencios cómplices, informaciones imprecisas, estrategias para retener al que desea marcharse, entran en el amargo balance del final, cuando se ha comprendido todo aquello que nos llenaba de inquietud y ya no se puede volver atrás para remediarlo.
El
autor ha construido en esta narración un mundo suficientemente familiar y extraño, a la vez. Sin referente histórico, nada sabemos de la época a la que se refiere,
ni al contexto al que pertenece. Hay un rey que parece estar informado de lo
que ocurre en esa parte de sus dominios y hay nombres y apellidos de los
oficiales como Ortiz, Angustina, Lagorio o Simeoni que no se ciñen
únicamente al contexto italiano donde intentamos circuscribirlos. Si quisiéramos determinar los antecedentes
del relato, podríamos pensar en algunos hechos de la vida del autor, quien fue
enviado especial a Addis Abeba, como corresponsal de guerra, en 1939, por el Corriere della Sera. Más allá de las experiencias que pudieran
inspirar su relato, Buzzati presenta una metáfora de la vida determinada por la
espera de un hecho que no se cumple, y en este caso, la llegada de un enemigo que nunca ocurrirá. La vida como trágica postergación de los deseos se resume en este extraordinario relato. ¿Qué
otro hecho sino la muerte puede ser lo más temido y deseado por
el ser humano?
El desierto de los tártaros
se llevó al cine en 1976 con un elenco estelar. Dirigida por Valerio Zurlini,
con música de Ennio Morricone, actúan desde Vittorio Gassman, Jean Louis
Trintignant, hasta Francisco Rabal y Fernando Rey.
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