Luis Carlos López: ¿modernista al revés o prevanguardista?



El colombiano Luis Carlos López (1879-1950) es considerado un poeta posmodernista por la crítica académica. En la célebre Antología de la poesía española e hispanoamericana (publicada en 1934) Federico de Onís así lo clasifica. Este crítico establece una tipología de autores modernistas y posmodernistas, por temas, tendencias y género, aunque crítica académica gusta de acercar el hecho literario a través de la periodización y los  grupos generacionales. Pero resulta fácil descubrir los límites de esta pedagogía literaria. 

Los posmodernistas son contemporáneos del Modernismo, pero se distancian de esa estética, de sus motivos, de su simbología y de sus temas preferidos. Si los modernistas son cosmopolitas y sacian sus ansias de modernidad explorando las ciudades europeas, los segundos vuelven los ojos hacia la provincia, hacia el villorio familiar. Si aquellos recurren a un lenguaje preciosista cargado de cultismos, estos recuperan el habla popular, la ironía y el humor. Naturalmente hay matices, pues en José Asunción Silva, por ejemplo, ya se encuentran rasgos atribuidos a los poetas posmodernistas. Para De Onís, el posmodernismo es la:

  […] reacción conservadora, en primer lugar, del modernismo mismo, que se hace habitual y retórico, como toda revolución literaria triunfante, y restauradora de todo lo que en el ardor de la lucha la naciente revolución negó.

Federico de Onís fecha el posmodernismo entre 1905 y 1915, un momento en que los modernistas publican libros decisivos. De hecho, Cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío, es de 1905. La publicación de Mi villorio, de Luis Carlos López es de 1909 y coincide con otros títulos modernistas como Alma de América (1905) de Santos Chocano, Canto errante (1907), de Rubén Darío y En voz baja (1909) de Amado Nervo. La superación del Modernismo en muchos poetas es clara en títulos anteriores a estas fechas.
En las tipologías que establece Federico de Onís, la poesía de Luis Carlos López se caracterizaría por una ironía sentimental”, el suyo sería un “modernismo visto del revés, que se burla de sí mismo, que se perfecciona al deshacerse en ironía”.

Hervé Le Corre, en Poesía hispanoamericana posmodernista (2001) recoge las distintas clasificaciones de Federico de Onís en torno al término “posmodernismo” donde se sitúa a ese grupo de poetas que se desvía del Modernismo. Para Max Henríquez Ureña es una generación intermedia que rompe con el preciosismo del modernismo y rescata el lenguaje de lo cotidiano, “el empleado realmente”, en el habla popular, como lo hace Luis Carlos López.

El Modernismo en Colombia dejó una estela de melancolía por varias décadas, Descendió a lo macabro con Julio Flórez, que le cantaba al “esqueleto de la amada” y sobrevivió por varias décadas en “La canción de la vida profunda” de Porfirio Barba Jacob. El máximo poeta del siglo XIX, el gran innovador, es José Asunción Silva, célebre por su “Nocturno”, y que se suicidó en 1896. Dejó unos 150 poemas y una novela titulada De sobremesa, publicada póstumamente. Le sigue en importancia Guillermo Valencia, con un único libro, Ritos (1899). Éste abandonó la literatura para entregarse a la política. No obstante, en la sensibilidad popular vivió por largos años su poema “Anarkos”.

Estos dos poetas remueven el ambiente literario de un país aferrado tenazmente a la tradición representada en la tertulia literaria La Gruta Simbólica dirigida por el conservador Luis María Mora, académico de la lengua y defensor de la tradición clásica, quien menospreciaba el autodidactismo de muchos modernistas, tanto como sus audacias innovadoras.

En la tensa relación entre un clasicismo conservador y un modernismo que desciende hasta la sensibilidad almibarada o el patetismo trágico, surge la poesía del Tuerto López, que vuelve la mirada sobre su villorrio, pero no como lo hicieran en el pasado los costumbristas: sin detenerse en el paternalismo ni el pintoresquismo. Mezcla de humor y compasión, la poesía de Luis Carlos López se abre camino en el clima letárgico de la vida municipal. De ese entorno pueblerino recoge los rumores de la parroquia a los que ningún poeta modernista prestaría atención por estar atento a temas de mayor trascendencia.

Críticos posteriores relacionan a Luis Carlos López con la antipoesía, como hace Fernández Retamar, quien delimita el concepto de antipoesía, que parte de Ramón de Campoamor y pasa por Luis Carlos López, hasta llegar a Nicanor Parra.

Para el colombiano Germán Espinosa, en cambio, Luis Carlos López no es en modo alguno “antimodernista” ni “antipoeta”, mucho menos “posmodernista”, como señala Federico de Onís. Espinosa prefiere déjalo “suelto” y si tiene que clasificarlo, lo considera “prevanguardista”. En lo que todos están de acuerdo es en que la poesía de Luis Carlos López rompe con el Modernismo.

No obstante, como sugiere Fernández Retamar, se puede trazar esta trayectoria en la poesía en lengua española, pues el peso de Campoamor es evidente en la poesía de finales del XIX y principios del XIX. Jorge Urrutia en Poesía española del siglo XIX (1995), aclara que ello se debe en parte a su simplicidad léxica, que hace que cualquier palabra cotidiana tenga hueco en el poema, su ironía y su conocimiento de la psicología popular. Campoamor está presente tanto en el primer Rubén Darío, como, incluso, en los Proverbios y cantares machadianos. Sólo seis años antes de Azul, Rubén Darío publica un largo poema, titulado “La poesía castellana”, donde se lee:

Y derramando fulgor
traspasan mares y clima
de Bécquer las tiernas rimas,
los Cantos de Campoamor.

La ironía de Luis Carlos López es evidente en este poema titulado “De la tierra caliente” que inicia su poemario De mi villorio (1909):

Flota en el horizonte opaco dejo
crepuscular. La noche se avecina
bostezando. Y el mar bilioso y viejo,
duerme como un sueño de morfina.
 Todo está en laxitud bajo el reflejo
de la tarde invernal, la campesina
tarde de la cigarra, del cangrejo
y de la fuga de la golondrina.
Cabecean las aspas del molino
como con neurastenia. En el camino,
 tirando el carretón de la alquería,
marchan dos bueyes con un ritmo amargo
llevando en su mirar, mimoso y largo,
la dejadez de la melancolía.
(De mi villorio, 1909)

La provincia es para este poeta imagen del fracaso de un país: lenta, como el cangrejo, opaca, perezosa, biliosa y vieja como el mar desprovisto de encanto, adormecida y adormecedora en su modorra… El lenguaje es crudo, golpea con neurastenia, en ritmo repetitivo como las aspas del molino.

Baldomero Sanín Cano describiría así el contexto en el que se escribe la poesía de nuestro autor:
Esa cosa insípida, gris, blanda y desarticulada que es la vida política de Colombia en los últimos treinta años, está admirablemente vertida por la poesía insuperable, por el humor penetrante y sano de Luis Carlos López.

Sin embargo, no es una opinión compartida por el prominente crítico Rafael Gutiérrez Girardot para quien la guasa en la poesía de Luis Carlos López no es cosa distinta de una reacción de desprecio al progreso de su tiempo.

Por su humor e ironía, Federico de Onís sitúa a Luis Carlos López al lado de  poetas como el guatemalteco Rafael Arévalo Martínez. En esta categoría Onís también incluye al español “Alonso Quesada” (Rafael Romero, 1886-1925) de quien dice en una breve presentación: “Débil y enfermizo. Murió joven. Su poesía melancólica, de niño triste, canta en voz muy baja lo cotidiano y familiar con un dejo de resignada ironía, en un libro como El lino de los sueños, con prólogo de Unamuno. Hace parte del trío de los posmodernistas canarios (Tomás Morales y Saulo Torón).

Escribe el poeta canario en su “Oración vesperal”:

La tarde muere,  y tiene
todo el dulce color de mi recuerdo…
Porque cuente la historia de mi vida
que muera así la tarde se ha dispuesto.
El lejano sonido de una esquila
pone en la brisa un pastoril comento
que al perderse a través del cielo malva
hace brotar la rosa del lucero.

Luis Carlos López nació y creció en un clima de incertidumbre, en medio de las diputas políticas que desangraron a Colombia. Liberal radical y masón, padeció la derrota del liberalismo, la Guerra de los Mil Días, que lo obligó a abandonar sus estudios, la pérdida de Panamá, que dejó una herida en la memoria, y que llega hasta versos, como “Despilfarros VI”:
Le fusilaron esta
madrugada,
como si fuese un criminal.
¿Y la social
protesta?
Ninguno dijo nada.


Vivió  el nefasto periodo presidencial de Rafael Reyes marcado por atentados, ejecuciones e impunidad, que sembraron semillas de odio y de venganza. Tras el exilio de Reyes en 1909 se inicia un periodo de cambios que coinciden con la celebración del Centenario de la Independencia, de vital importancia para la cultura del país por las reformas que emprendió. Precisamente Luis Carlos López se sitúa en la llamada Generación del Centenario, reconocida por Luis Eduardo Nieto Calderón quien los bautiza en 1918, como la esperanza del futuro del país. No olvidemos la importancia de la fecha. Esta generación, que contó con cuatro presidentes, forjó una nueva Colombia aferrada a la cultura y la civilización como motores del cambio.

Como Silva, Luis Carlos tuvo que afrontar la ruina familiar al fracasar como tendero. Fundó periódicos, fue colaborador en otros, ocupó un cargo diplomático en Alemania y dirigió la imprenta Departamental en su región. No se suicida como Silva, pero apenas sonríe. Su opción es desacralizar el lenguaje poético. En una entrevista con James J. Alstrum,  afirma: “nunca presumí de innovar en poesía, ni de ser un poeta nuevo en mi época. Apenas me he considerado un autor con un modo de sentir distinto, producto de un temperamento propio”. De él diría Nicolás del Castillo: “Sin ser un poeta alegre, López hace de su cinismo cordial el mejor antídoto contra su innato pero inofensivo escepticismo”.

La poesía de Luis Carlos López  se difunde tempranamente en México. Mi villorio se publicó en 1910. Recibió elogios de críticos de su tiempo como Francisco García Calderón que alabó sus versos “claros y precisos” desprovistos de vacíos lirismos. Según Le Corre, este reconocimiento fuera de su país, y no en su tierra, se debe al hecho de que en Colombia acaparasen la atención poetas como Guillermo Valencia, el parnasiano y polémico candidato conservador, y Julio Flórez el lírico mediocre. Sin embargo, Luis Carlos López contó con el entusiasta apoyo de su compatriota Jorge Zalamea que reunió sus versos bajo el título de La comedia tropical y  lo hizo traducir al ruso argumentado su valor literario, la “exaltación de la vida cotidiana del hombre común” en su poesía. 

Una de las mayores aportaciones de Luis Carlos López, según Le Corre, es su “capacidad de percepción de lo inmediato, expresada en una lengua heterogénea, que no volverá a aparecer en Colombia, sino con León de Greiff en los albores de la vanguardia”:
[…] Se respira un silencio comatoso
que hace mayor el frío,
que me torna indulgente con el oso
polar…
(ya no me río / de ti, Rubén Darío.)

El aparente descuido formal de Luis Carlos López no fue tal, sino empeño por distanciarse de un concepto de poesía envarada y excesivamente retórica. Él buscaba lo popular como expresión de lo cotidiano y lo vulgar en su sentido de simplicidad compartida. De ahí que todos podamos hacernos cómplices del sentimiento que produce la ciudad nativa, no cruce de calles para turistas o simples viajeros, sino cariñoso refugio de la costumbre que el poeta simboliza en esos zapatos viejos hechos al giro de nuestros pies.

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