Manuela, de Eugenio Díaz Castro

Manuela, novela del colombiano Eugenio Díaz Castro (1803-1865), se publica en 1858 e igual que Amalia aparece  primero por entregas. Escrita en 1856, los hechos transcurren entre el  5 de mayo y el 20 de julio de 1856, por la misma época de la novela de José Mármol. A pesar de la exaltación romántica, que por entonces  inspiró en Hispanoamérica notables relatos, no se puede decir que Manuela  sea hija del Romanticismo, como Amalia. Díaz Castro se presenta como un observador de las costumbres y las tradiciones populares, un costumbrista que no decae en el pintoresquismo de muchos de ellos. Su protagonista es una campesina representante del “pueblo descalzo”, cómo se la define en el relato, frente a la minoría dominante, “la aristocracia de los zapatos”, es decir, los señoritos de la ciudad.


Es  interesante establecer paralelismos entre estos dos relatos fundacionales, que con nombre de mujer expresan las preocupaciones históricas del momento. La protagonista en Manuela  no es la refinada y culta joven de ciudad que lee a Lamartine, sino una ruda campesina de diecisiete años de vivaz inteligencia y natural encanto. Por su carácter desata una revolución al no ceder a las pretensiones del tinterillo que domina sobre su región.  Este se vale de artimañas y maneja turbios negocios, como la expropiación, el despojo y la venta de ganado robado. Díaz Castro no sitúa los hechos en la capital de la entonces Nueva Granada, sino en sus cercanías, en una población de tierra caliente, en las estribaciones de la cordillera oriental. Hasta allí llega el joven bogotano Demóstenes Bermúdez propagandista de un ideario liberal romántico. Pertenece a un ala del partido liberal, llamada los gólgotas. Por defender a  Manuela se enfrenta a Tadeo Forero, que pertenece al ala opuesta de los liberales, los draconianos, o radicales. En medio de esas dos tendencias se encuentra el cura del pueblo, defensor de las ideas conservadoras, nostálgico del orden colonial, pero que intenta conciliar con unos y otros.

En la novela se hace referencia a los hechos históricos, como la revolución de 1854, guerra civil en la que tanto liberales como conservadores se oponían al golpe de estado liderado por el general draconiano José María Melo, quien, entre otras medidas, pondría barreras al libre comercio defendiendo a los artesanos. El resultado de esta guerra civil fue una nueva constitución a la que se hace referencia en la novela. También los unitarios argentinos se oponían a Rosas, luchando por medidas librecambistas, que favorecían el comercio con las potencias europeas, en contra de los intereses nacionalistas. Curiosamente, el liberal don Tadeo,  que domina en la comarca donde vive Manuela, utiliza tretas legales para expropiar y someter a los campesinos en nombre de su partido. Mediante maquinaciones, como falsedad de documentos y de testigos, condena a la cárcel a Manuela y a su prometido, a la vez que presenta como enemigos a los señoritos de ciudad, los gólgotas, que a su juicio engañan a los pobres con falsas promesas. Así se gana la confianza de los hacendados. Cargada de paradojas y de trágica ironía los idealistas como Demóstenes no llegan a comprender cómo es posible que con tanta riqueza no se pueda salir de la pobreza, ni hasta dónde quienes pretenden dirigir la república, desde las ideologías y las leyes, desconocen su país.

Díaz Castro despliega un universo femenino popular rico en historias de vida y en conocimiento del mundo, que sufre la injusticia y los abusos resistiendo con valor, hasta desfallecer. Al lado de Manuela, se encuentran Rosa, Pía, Matea, Patrocinio, Clotilde y Remigia, mujeres que se entregan a las labores domésticas, al cuidado de la huerta, o a las duras faenas que exigen los trapiches. Igualmente se hace referencia a las señoritas de la capital, como Celia, que se rigen principalmente por la moral burguesa, al ampro de la religión, cuyo poder pretende combatir Demóstenes.

La economía de la región a la que pertenece Manuela es la que genera el cultivo de la caña de azúcar y los gamonales son los dueños de los trapiches. Estos consumen las fuerzas de los pobres en  régimen de esclavitud. Las mujeres no sólo son explotadas, sino abusadas por los patrones y por  los trabajadores con quienes se ven forzadas a convivir como animales, sin las mínimas condiciones de higiene y de dignidad. Al lado de los trabajadores están los arrendatarios de los hacendados también sometidos a condiciones de explotación abusivas. Por eso, la rebeldía de Manuela desata un incendio.


Demóstenes, el señorito de ciudad, llega a la región sin un propósito definido,  pues parece tener un interés antropológico y pseudocientífico, ya que se dedica a observar y hacer anotaciones sobre las costumbres de los lugareños, y a recoger muestras de la flora o disecar aves que llaman su atención.  Más tarde se comprenderá que pretende conseguir votos para dedicarse a la política. Demóstenes se aloja en la casa de Manuela, cuya familia lleva una tienda de velas de cera y además regenta la pensión.

Llama la atención de las campesinas el trato que les ofrece el joven, su afectada cortesía y sus románticas ideas de igualdad, de  justicia y progreso, que despiertan su risa. Este tiene como modelo de civismo a los Estados Unidos e Inglaterra, países por los que ha viajado. Pero Manuela enfrenta a sus razonamientos una sabiduría popular que nos recuerda los diálogos entre don Quijote y Sancho. La muchacha se ríe de su defensa de la tolerancia, que ella entiende como “aguantar” y le hace pasar por situaciones incómodas recordándole este principio que pregona. Es como si los dos hablasen una misma lengua, pero no el mismo idioma. Por un lado están los ideales y, por otro, las realidades prácticas de la vida de las que más sabe Manuela que Demóstenes.

Precisamente, el encanto de la novela está en estos diálogos a través de los cuales conocemos el mundo campesino, sus costumbres. Asimismo, las ricas y vivas descripciones nos informan del sincretismo cultural que se expresa en las fiestas, tradiciones, celebraciones y ceremonias, como el baile para celebrar la muerte de un niño, o el sacrificio de los gallos, que entierran con la cabeza fuera para degollarlos y luego bañarse con su sangre, ritual, sin duda, heredado de las culturas africanas trasplantadas a Hispanoamérica. Los festejos religiosos tienen un lado pagano en el que el exceso y la brutalidad cumplen una función reguladora ante las tensiones a causa de la opresión. Estas costumbres son consideradas bárbaras por Demóstenes, que tiene como ideal de vida la cultura europea imitada por la oligarquía de la ciudad. Por otro lado, se aprecia la variada composición racial del país, desde los indios que se integran como siervos, los negros, antiguos esclavos liberados desde 1851, pero que trabajan en la mayor desprotección; así como los mestizos y los blancos de la ciudad. Díaz Castro plantea la complejidad del mestizaje cuando el narrador comenta "hay gentes que llaman indios a los de estos sitio, sin detenerse a contemplar las facciones y el pelo, y en los hombres de barba; pero nosotros sí nos detendremos a considerar por algunos momentos que algunas de las personas que así clasifican, tienen mucho más determinadas señales de ser indios o mulatos..."

Concebida por entregas, cada uno de los capítulos de la novela encierra un episodio que va añadiendo elementos a la trama donde no faltan los hechos dramáticos. Estos son transmitidos en su crudeza, sin el recurso del melodrama, como por ejemplo el abuso que sufre el personaje Pía, que debe refugiarse en una choza con su hijo y dedicarse al cultivo maíz en un terreno agreste amenazado por la naturaleza. Aparte de su trabajo, se bate contra los pájaros y pericos, que espanta con piedras, contra los micos que saltan de los árboles y roban los frutos de la huerta, y contra los cafuches, especie de jabalí americano, que en las noches destroza las cementeras. Dentro de la precaria choza de guadua y palmiche donde vive asedian los ratones, los chiribicos, las moscas y los zancudos. 

Pese a la belleza de la naturaleza, las mujeres deben combatirla y dominarla para sacar algún provecho de ella y cumplir con el pago debido a los hacendados. Demóstenes se sorprende del atraso, la miseria y la falta de las mínimas condiciones de higiene en que viven los pobres. Rosa le dice a su madre que el destino de los pobres es “Andar rodando como basura, de hacienda en hacienda” y termina su triste reflexión con estas palabras “La libertad de llorar es la que tenemos, y es la que yo he tenido.” Ni siquiera el joven Demóstenes, que se siente atraído por Manuela, llega hasta el final para protegerla de la red de intrigas que intenta impedir su matrimonio con Dimas. Finalmente, Tadeo prende fuego a la casa de don Blas, amigo de Manuela, y a la iglesia donde se encuentra ésta, asegurándose atrancar la puerta para impedirle salir. De una vida tan azarosa e injusta, el único bien que recibe la protagonista es la bendición del cura que la casa con su prometido antes de morir. 

No es gratuito que estos funestos hechos ocurran un 20 de julio, fecha en que se conmemora el grito de independencia de España en la capital de la Nueva Granada. La fecha recuerda lo poco que el pueblo descalzo ha ganado con la libertad y las dificultades que encuentran los grupos hegemónicos para dirigir los destinos de las nuevas repúblicas poniendo en práctica los principios de justicia e igualdad, que pregonan en sus discursos políticos. Manuela, no encarna el ideal romántico asesinado, sino la patria perseguida, explotada e inmolada, metáfora del fracaso de un proyecto de país, tras los 46 años del estallido que desató un florero, según la mitología patriótica.

Eugenio Díaz Castro estuvo muy vinculado a su tierra en la sabana, pero realizó estudios en el colegio de San Bartolome de La Merced en Bogotá donde conoció a los escritores con quienes fundaría el grupo El Mosaico, desde el que se cultivó una literatura costumbrista, y se promocionaron obras y autores, como Jorge Isaacs, autor de María, novela canónica del Romanticismo hispanoamericano. Aunque el reconocimiento de Manuela fue postergado por el peso de María, la obra no solo tuvo una edición francesa en Garnier, sino además cierta difusión tardía, a través de la radio y la televisión. En el ámbito internacional, críticos como Cedomil Goic, en su Historia de la novela hispanoamericana (1972), la consideraron una de las obras más representativas del continente, y el crítico colombiano Álvaro Pineda Botero le dedicaría uno de los más rigurosos trabajos: Albores y poscolonialismo en la novela colombiana: Manuela (1858).

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