Salvador Aguilera, El vuelo de la piedra
Conozco a Juan Salvador Aguilera (Bogotá, 1973)
desde que tenía escasos once años y no me extraña que haya elegido el camino de
la escritura. Por todo lo que lo rodea, desde el nombre literario que le
estamparon los padres como un signo del destino. Este año de 2019, Salvador, como
prefiere firmar, me regaló su primera
novela, El vuelo de piedra, y he de
decir que su lectura me ha resultado tan grata como refrescante.
Todo empieza con una imagen, una fotografía con la
que se nos inicia en la narración, a manera de prefacio, y donde el narrador
anticipa lo que será un viaje en el tiempo en busca de lo que queda detrás de una fotografía: la mujer retratada llamada Aída, que comanda un
grupo guerrillero. La explicación de los tonos y contrastes de la imagen, del efecto
de la luz tropical, evidencia la complejidad
del escenario que se propone revelarnos y que condensa un instante de la vida, yo
diría de la historia de nuestras quimeras latinoamericanas, de la lucha armada
en el contexto global.
Damián, un joven en la frontera entre los años setenta y los ochenta,
confiesa verse envuelto en las polémicas del mundo intelectual en su entorno universitario. Llega
a la guerrilla por casualidad, pese al escepticismo que lo aleja de las consignas revolucionarias. Estereotipo del
militante de su tiempo, abandona los estudios en busca de una verdad que
palpita en su interior. También por azar acaba siguiendo un curso de fotografía en Nueva York que le abre los ojos a la belleza. El impacto de una imagen se convierte en
una obsesión: la foto de una niña entre el estallido de la guerra. Así, a finales de los ochenta se encuentra en El Salvador
participando en las acciones del Frente Farabundo Martí para la Liberación
Nacional.
Pero la caída del muro de Berlín constituye un
momento clave de ese viaje, que marca un antes y un después de las utopía de su
generación. Las piedras del muro volando en pedazos remueven los firmes
principios revolucionarios de una generación que pretendía cambiar el orden
establecido y desata otras guerras a causa de los demonios que despierta ese estallido, como el
odio al diferente y el racismo.
La novela
maneja tiempos y espacios distintos y distantes pero conectados por la
geopolítica. Pone a dialogar individuos y organizaciones. De Nueva York a
Madrid, pasando por Berlín, Fráncfort y Hamburgo hasta llegar al Salvador para
emprender de nuevo el viaje rumbo a Zagreb, la cámara abre el objetivo para
ofrecernos una panorámica que matiza las consideraciones locales. Damián, deja
constancia de los hechos fotografiando la vida en los campamentos, los seres
humanos ante la muerte, la impronta de quienes se sobreponen al odio.
Esta capacidad del autor para llevarnos por
diferentes espacios ofrece una perspectiva suficientemente amplia como para que
podamos percibir las paradojas de la historia. Pensamos en la mariposa cuyo
aleteo sacude el mundo y es capaz de derribar un muro volviendo del revés el
orden percibido como inamovible.
La economía de recursos de la que hace gala el autor, su sobriedad, nos lleva por una delgada línea entre frases cortas y a veces cortantes, por
parajes desolados o selváticos, entre nubes de pedruscos y polvo, o entre disparos y espejismos. Allí vislumbramos a Aída, niña sobreviviente de las masacres convertida líder de su comando, cuya imagen cobra vida y se queda para siempre en la nostalgia de un pasado perdido. Su recuerdo palpita, aunque repose bajo el musgo
de una montaña olvidada, en las páginas de esta primera novela de Salvador, sobre El Salvador.
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