Escritoras y escrituras IX. Virginia Woolf, La señora Dalloway



Entrar en el mundo de Virginia Woolf no me ha resultado fácil, ha supuesto un esfuerzo y una paciencia que apenas llegué a concederle, tras leer las dos novelas líricas El faro y Las olas. Pero en absoluto me ha preocupado que un nombre del canon pueda resultarme incómodo. No todas las propuestas estéticas se ajustan a los gustos de los lectores, no todas las obras colman su horizonte de expectativas. También es cierto que nuestra lectura podría estar cargada de prejuicios y es lo que me ha sucedido con esta autora del célebre grupo de Bloomsbury quien, con su suicidio, se convirtió en un mito, en un icono de la narrativa de mujeres, al margen de su originalidad y de su habilidad técnica y formal. Es lugar común citar su ensayo Una habitación propia, símbolo de la autonomía de la mujer escritora dentro de la vida social y familiar, cuyos argumentos carecen por completo de simplicidad. Incluso hoy, podrían resultar polémicas afirmaciones suyas como esta:

“Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aun con justicia, por una causa; en fin, el hablar conscientemente como una mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esta parcialidad consciente está condenado a morir. Deja de ser fertilizado. Por brillante y eficaz, poderoso y magistral que parezca un día o dos, se marchitará al anochecer; no puede crecer en la mente de los demás. Alguna clase de colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación pueda realizarse.”

Estos planteamientos suyos, de algún modo afloran en su relato La señora Dalloway (1925), que hoy me abre las puertas del mundo de Virginia con el esplendor de su luz. Aquí la autora nos introduce en la conciencia de distintos personajes, mediante la técnica del monólogo interior, descomponiendo en pequeñas piezas el orden social inglés en crisis, tras la primera guerra mundial. Todo ocurre en un día, como en Ulises (1922), de Joyce y en Han cortado los claveles de Edouard Dujardin (1887), extraordinaria pieza literaria que revolucionó el arte de narrar a finales del siglo pasado y que no fue aprovechada en sus posibilidades sino hasta los años veinte, cuando el famoso escritor irlandés descubrió en ella el poder expresivo del monólogo interior. Como en estas dos grandes novelas, en una jornada Virginia Woolf nos hace transitar por el Londres de los años veinte siguiendo a la señora Dalloway y a sus amistades, en meditaciones y ensoñaciones, lo que trae a la mente el sentimiento de derrota de la sociedad a la que pertenecen.


Es esta también una obra clave de enorme influencia en ciertos narradores hispanoamericanos que, durante los años cincuenta y setenta, se entregaron a la experimentación formal y encontraron en el monólogo interior una vía para explorar la conciencia individual. De hecho, en una de sus declaraciones, García Márquez confiesa que no hubiera llegado a ser el escritor que sería si a los veinte años no hubiese leído esta novela que cambió para él su sentido del tiempo, como les había ocurrido décadas atrás a muchos escritores norteamericanos absolutamente ignorantes de la obra de Dujardin. 

Así, en La señora Dalloway la Historia con mayúsculas y la historia personal se condensan en instantes en los que la mirada se pierde, bien sea en los detalles mínimos, bien divagando en la inmensidad, permitiendo a las personas tomar conciencia de su infinita pequeñez y de la fugacidad del tiempo. Entendemos que los recuerdos de la guerra han dejado huellas imborrables en muchos personajes, como en la señorita Kilman, corroída por una injusticia que lleva clavada en el alma, desde que fue expulsada del colegio por su vínculo con los alemanes; o como Septimus Warren Smith, que regresa derrotado de la guerra donde ha perdido su ser y acabará suicidándose tras una depresión. Pero también entra en el escenario la aventura colonial, que se lleva a muchos de los jóvenes y los devuelve a la patria convertidos en fantasmas. 

Peter Walsh, antiguo pretendiente de la señora Dalloway, regresa de la India buscando una segunda oportunidad, que parece depender de aquel mundo que él desprecia por su artificiosidad. Mientras busca ser invitado a la fiesta, Walsh cuestiona el sentimiento de las mujeres, la frialdad de la señora Dalloway con su sufrimiento pasado. A su vez, la señora Dalloway piensa en lo distinta que puede ser la pasión entre mujeres: “Lo extraño, al volver la vista atrás, era la pureza, la honestidad de sus sentimientos hacia Sally”. Lo que define como un sentimiento completamente desinteresado y protector que brotaba de la conciencia de saberse aliada de otra mujer, algo que la propia Virginia echa de menos en la historia de las mujeres que se han visto a sí misma como rivales y no como aliadas.

En medio de inesperadas meditaciones, e insólitas asociaciones, de un abandono por los recovecos del pasado, los preparativos de la fiesta de la señora Dalloway van concentrando tal cantidad de sentimientos contradictorios, de temores recónditos, e infantiles expectativas, por parte de la anfitriona y sus invitados, como Ellie Henderson, la pariente pobre e insegura que se convoca a última hora. Todo lo contrario de lo que ocurre con el primer ministro, escoltado por Clarissa Daloway, quien se desliza con él, se diría flotando sobre las olas, atravesada por la implacable mirada de Peter Walsh.

No hay duda de que Virginia Woolf está evocando el mundo al que pertenece, la alta sociedad inglesa que se sostiene en símbolos en apariencia imperecederos, pero que con el paso del tiempo amenazan con convertirse en ruinas de interés quizás solo para anticuarios curiosos que caminarán sobre un césped bajo el cual descansarán las glorias del pasado. Ese sentimiento reduce al absurdo la puesta en escena de señora Dalloway, lo que en palabras del propio Leonard Woolf, esposo de Virginia, podría resumir el sentimiento de gran parte de la sociedad inglesa de entreguerras:


 “ […] la Gran Guerra de 1914 se había abatido histórica y psicológicamente, sobre nosotros, sobre nuestra generación, y de hecho sobre todas las generaciones europeas, como un rayo caído del cielo. Fue como si nos golpearan con violencia en la cabeza y apenas nos diéramos cuenta de que estábamos involucrados en una catástrofe como las de las pesadillas”.

Virginia Woolf no elude esos sentimientos que explora en la novela introduciéndose en la conciencia de sus personajes, manejando el tiempo, alargando o concentrando los momentos, en las distintas subjetividades que vívidamente escenifican el clima de desesperación e insatisfacción. Suponemos que esta certeza empujó a la autora a abandonar este mundo, como su propio personaje Septimus, consumido por la depresión. En La muerte de Virginia, su esposo nos ofrece fragmentos del diario de la autora que, de manera inevitable, nos remiten a la atmósfera de La señora Dalloway: “Pagamos el precio de nuestro reinado en sociedad con un aburrimiento infernal”.

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