Escritoras y escrituras IV: George Sand, La petite fadette
George Sand es una de mis pasiones, no porque comulgue con ella en todo, dado que su
Romanicismo en los asuntos amorosos puede ser empalagoso. Ya se sabe que concibe
el amor como entrega y sacrificio, pero hay algo de masoquismo en sus
personajes femeninos que hace que me rebele como, por ejemplo, en Elle et lui, que trata de sus
tormentosos amores con Alfred de Muset. Lo que me gusta de Sand es, sin duda, la
elegancia, la plasticidad y la penetrante verdad de sus argumentaciones. Me
rindo no sólo a su inteligencia, sino a la forma como me viene dado ese caudal
armonioso de saber, la precisión de la palabra que seduce con luminosa
exactitud hasta transformar la percepción de la realidad, la palabra dicha con
la entonación cautivadora, un don preciado que no todos poseen.
Cierro las páginas de La petite fadette, que acabo de terminar, y mi primer impulso es volver a leer esta pequeña joya de la lengua francesa. George Sand la escribió en 1848, a su regreso a la tierra natal, desencantada de la revolución, que sacudió la ciudad de París por esos años, y de los encarnizados debates políticos a los que ella se entregó con una buena parte de la intelectualidad francesa de su tiempo. Pero aquellas luchas de poder, lo confiesa, despertaron en la gente los peores instintos: “las revoluciones no son un jardín de rosas”, diría. No consiguieron sacar de la pobreza a los más humildes, ni curar las heridas morales, que solo la bondad de un Dios misericordioso podría sanar, si ese Dios reinara sobre el egoísmo, la ambición y los bajos instintos.
Cierro las páginas de La petite fadette, que acabo de terminar, y mi primer impulso es volver a leer esta pequeña joya de la lengua francesa. George Sand la escribió en 1848, a su regreso a la tierra natal, desencantada de la revolución, que sacudió la ciudad de París por esos años, y de los encarnizados debates políticos a los que ella se entregó con una buena parte de la intelectualidad francesa de su tiempo. Pero aquellas luchas de poder, lo confiesa, despertaron en la gente los peores instintos: “las revoluciones no son un jardín de rosas”, diría. No consiguieron sacar de la pobreza a los más humildes, ni curar las heridas morales, que solo la bondad de un Dios misericordioso podría sanar, si ese Dios reinara sobre el egoísmo, la ambición y los bajos instintos.
En ese panorama que nos presenta Sand, solo el arte podrá
redimirnos, el arte que para ella es como la naturaleza, siempre hermoso y
bueno. Lamentablemente, su tiempo, ella
lo piensa así, no estaba para disfrutar de tales dones. Al contrario, le parecía que el arte peligraba
cuando no satisfacía a los más necesitados, además, advierte, el arte podrá
sobrevivir sin nosotros por lo que no pasaría nada si se dejase de escribir. Aquel
París la ha hastiado de filosofar sin
encontrar soluciones a los males de la humanidad. De ahí que abandone la ciudad
para refugiarse en la sencillez de la vida campesina, el mundo que inspiró sus
primeras narraciones: la simplicidad y sabiduría profunda de sus gentes.
Así elige en La petite
fadette el punto de vista del agramador satisfecho después de haber comido,
con un buen vino blanco a su derecha y a la izquierda un bote de tabaco para
cargar su pipa con discreción, mientras cuenta la historia de la brujita del
bosque rechazada y apedreada por los crueles rapaces, que acaba seduciendo a
unos gemelos tan complementarios como opuestos. Esa criatura del bosque, que
permanece al lado de la abuela, la curandera de la región que conoce los
secretos de las hierbas y sana incluso las enfermedades del alma, es un ser
diferente, razón por la cual es repudiada. Además, se trata de una mujer que, como la propia George Sand, se comporta como un hombre y no hace nada para
parecer mejor ni más bella de lo que las gentes la consideran. Pero un día esta brujita es
confrontada por Landry, uno de los gemelos. Después de haber escuchado la sabia verdad y
los motivos de su conducta, éste le reprocha el insistir en mostrar su peor
lado, cuando podría presentarse al mundo con todas sus cualidades físicas y
morales, a lo que ella responde: “Lo que uno desprecia a menudo es aquello que
no parece hermoso ni bueno, por eso, nos privamos de lo útil y saludable”.
Si el mundo fuera más justo y razonable, añade, prestaría más atención al corazón y a la sabiduría que a su apariencia física.
Poco importa el final de la historia, que debe ser feliz,
como se espera en esta intensa aventura que transforma a los personajes. Lo que
verdaderamente está sucediendo en el relato es un proceso químico que convierte
lo extraño, peligroso e inquietante en algo familiar y querido, cuyo efecto
benéfico colma de bienes a quienes lo rodean. Esto ocurre gracias a la magia de
las palabras: dulces o reparadoras como un bálsamo o hirientes o afiladas como
espadas, como las de las de la petite fadette cuando sacude a Sylvain, el
gemelo enfermizo, débil y manipulador que somete a su familia:
“Creo que temes a la muerte igual que cualquier otra persona, y que estás jugando a atemorizar a quienes te quieren. Debe de complacerte mucho ver cómo las decisiones más sabías, y las más necesarias, se pliegan siempre ante tus amenazas de quitarte la vida… resulta muy cómodo poder someter a cuantos te rodean con sólo una palabra.”
No son, precisamente, ternezas las que escucha el muchacho, son verdades como puños, que le cambian la vida y curan sus heridas, lo que demuestra que no son los halagos lo que nos hacen cambiar, aunque mucho complazcan a los espíritus simples, sino las verdades dolorosas que ocultamos en el fondo de nuestro corazón y que salen a la superficie para completar la imagen que se tiene de sí, lo que una mirada aguda es capaz de desentrañar.
“Creo que temes a la muerte igual que cualquier otra persona, y que estás jugando a atemorizar a quienes te quieren. Debe de complacerte mucho ver cómo las decisiones más sabías, y las más necesarias, se pliegan siempre ante tus amenazas de quitarte la vida… resulta muy cómodo poder someter a cuantos te rodean con sólo una palabra.”
No son, precisamente, ternezas las que escucha el muchacho, son verdades como puños, que le cambian la vida y curan sus heridas, lo que demuestra que no son los halagos lo que nos hacen cambiar, aunque mucho complazcan a los espíritus simples, sino las verdades dolorosas que ocultamos en el fondo de nuestro corazón y que salen a la superficie para completar la imagen que se tiene de sí, lo que una mirada aguda es capaz de desentrañar.
Gracias por este análisis. Estoy devorando esta novela este verano y necesitaba alguien con quien comentarla. Un abrazo.
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