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Nuestro mayo del 68

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Teníamos entre diez y doce años en mayo del 68. A esa edad, las niñas de mi ciudad no podíamos salir a la calle donde corríamos peligro. En las calles del centro de Bogotá, sólo se veía a los gamines que surgían de debajo de los puentes como muestra del abandono de la infancia en un país que carecía de mecanismos para protegerlos. Ejemplos aleccionadores pretendían disuadirnos de semejante desobediencia: la prima que se perdió y apareció llorando en una esquina porque no encontraba el camino de regreso, o el hombre del costal que se robaba a los niños para hacer salchichón con ellos. Más de uno juraba haber encontrado tres deditos en un trozo de salchichón. Éramos niñas y debíamos obedecer a los mayores que nos sujetaban al espacio cerrado de la familia. Tan sólo explorábamos una parte mínima del barrio en donde acabábamos de instalarnos: un lote abandonado al frente, el jardín de la vecina con quien   a veces se nos permitía ir a jugar, como algo excepcional, pues sólo íbamos a la t