Cómo y desde dónde en la narración (I)


"Si algunos ratos ha logrado entreteneros, dad gracias al anónimo, sin olvidar de todo punto a su remendón". 
Alenadro Manzoni, Los novios

En muchas intervenciones me han preguntado por la creación de los personajes de mis novelas, cuando no dan por hecho la equivalencia del yo narrativo con la autora, que es lo que normalmente entienden que sucede en mi primera novela Prohibido salir a la calle. Claro que esto no ocurre en mi novela La semilla de la ira donde quien narra es un individuo de finales del siglo XIX, homosexual y misógino, llamado José María Vargas Vila, ya que sería difícil confundirme con un sujeto homosexual y misógino. Creo que no siempre se reflexiona con suficiente rigor sobre la elección del sujeto narrador, cualquiera que sea la concepción del personaje y de su papel en la novela, que relegamos al taller de escritura y, por ende, tratamos poco de teoría literaria, incluso la desdeñamos.
Reflexionar sobre los personajes de la novela obliga a pensar primero en el narrador. No voy a detenerme en las conocidas diferencias entre el narrador omnisciente y el narrador objetivo. Pero es un hecho que si el relato está escrito en primera persona, por lo general, se tiende a relacionar al narrador con el escritor. Parece mentira que, con la larga tradición literaria que nos precede, aún puedan algunos lectores confundir el yo narrativo con el nombre impreso en la cubierta del volumen. En español, esto lo solucionó la novela picaresca que, a partir del Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, ya separó con claridad el uno del otro, gracias al prólogo. Sin embargo, aún existe esta confusión. Muchas veces, incluso, cuando la novela no se escribe en primera persona, los lectores se empeñan en buscar cuál de los personajes representa al autor. Eso es como si, en todo cuadro, nos empeñásemos en localizar al pintor por la superficie del lienzo. El pintor está en todas partes y en ninguna, incluso en un autorretrato.

En el prefacio de una novela de Daniel Defoe, Moll Flander (1722), una versión femenina inglesa de la picaresca española (escrita naturalmente en primera persona, lo que ha requerido la construcción de un personaje femenino e impedirá que se crea que el autor es la mujer que cuenta), Defoe siente la necesidad de aclarar que detrás de ese relato autobiográfico hay un autor y lo hace no solo por una cuestión de moralidad, ya que los actos de la señora podrían sonrojar a algunos lectores, sino por definir su papel como autor:
Es muy cierto que las palabras originales de la historia han sido cambiadas, como también ha sido ligeramente alterado el estilo propio de la famosa señora de quien se habla aquí.

De igual modo, el novelista, incluso escribiendo en primera persona, recurrirá  a la experiencia personal para describir los actos cotidianos, pero no necesariamente proyectará su vida en el argumento de la obra. Una novela no es un confesionario, y tampoco tiene por qué ser un testimonio. Se debe tener claro que el narrador, quien cuenta, ya es una construcción, un foco elegido por el autor, desde el cual puede presentar los hechos, las situaciones y los personajes, tal como se supone que los ve. Tampoco, pues, el narrador es el autor, aunque puedan, como he dicho, imprimírsele rasgos y experiencias del autor, ya que es creación suya y cuanto haga está controlado por él. El esquema de la novela es algo semejante a esto: Yo, fulanita de tal, en este momento y en este lugar, construyo un personaje que va a contar una historia y, a través suyo digo que: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Si este esquema no se cumple, estaremos en el mejor de los casos ante un libro importante y atrayente, pero no ante una novela.
El comienzo de la narración
Toda novela empieza, por lo tanto, con una frase secreta. Una frase que el autor nunca dice a nadie, que oculta celosamente, que nunca confiesa. El secreto del novelista. Así, abro un libro y leo: No era fácil callar a los niños. Es el inicio de mi novela, Prohibido salir a la calle, pero escondí toda la primera parte del esquema: Yo, Consuelo Triviño Anzola, en este momento y en este lugar, invento una niña de más o menos 11 años, que vive en Bogotá en una casa modesta, dentro de una familia tradicional pero más o menos rota, que va a contar una historia y, a través suyo digo que: No era fácil callar a los niños. Aquellas palabras ocultas que callé son, sin embargo, importantísimas.
Sucede que el novelista es dueño de su texto, propietario de lo que escribe y, por lo tanto, es libre de escribirlo todo o no. Y, como cualquier novelista, ejercí este derecho. Tampoco Miguel de Cervantes escribió: “Yo, escritor español de este tiempo del imperio, fascinado por los libros de caballería, desengañado de la sociedad que conozco, deseoso de un mundo mejor, fracasado en mis intentos de viajar a América con un cargo oficial, conocedor de hambre y de cárceles, enamorado de Italia, invento a una persona de quien digo que: En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme vivía un hidalgo…”. Cervantes calló lo que no le parecía oportuno contar.
Del mismo modo (que en esto puedo compararme con Cervantes, porque ambos novelamos) yo, y sólo yo, inventé una niña de 11 años que dijo una historia. ¿Dónde está Consuelo Triviño Anzola en el relato? ¿Es acaso la niña que dice, la niña inventada? No, Consuelo es aquel yo que, silenciosa y ocultamente, confesó haberla inventado.
¿Y para qué se silencia, se oculta, se tapa, se protege la frase inicial? Por la misma razón que en los manuales de cine clásicos se explica que la cámara debe ponerse en el mejor sitio posible para mostrar todo lo que deba verse. Lo primero que tiene que hacer un escritor es, permítanme la broma, poner la cámara, situar al que mira para que pueda ver lo mejor posible y luego contarlo. En La amortajada, la chilena María Luisa Bombal recurre a un narrador omnisciente que nos sitúa en la perspectiva de la amortajada: Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos: familiares sobre quienes nos ofrece sus opiniones…Hasta que la atención se centra en el hombre que se acerca y que la muerta ama y teme y se le da voz a la amortajada: Eras un espantoso verdugo. Y, sin embargo, ejercías sobre nosotras una especie de fascinación…

Muchas veces, ese personaje que mira y cuenta, ese personaje que es el más importante de todo el libro, puede no aparecer nunca en la novela, por ser el que mira, pero no quien es mirado. En resumen: el narrador cuenta la historia, no la escribe. Y esto es así incluso en las autobiografías; explicarlo nos llevaría muy lejos, pero es así.
En la novela de la colombiana Marvel Moreno, En diciembre llegaban las brisas, la narradora nos sitúa en el punto de vista de Lina, quien a su vez pone el foco en el punto de vista de su abuela Jimena y de sus tías, Eloísa e Irene, mujeres que encarnan la sabiduría ancestral, el conocimiento ilustrado de la cultura y la filosofía vitalista, más allá de los prejuicios de la sociedad cuyos mandatos cuestionan. Lo que queda claro es que la autora no es Lina, aunque mantenga coincidencias temporales con esta y con las amigas que protagonizan las tres historias.
La novelista hace un recorrido, dibuja una hoja de ruta que va dando forma al mundo que parece construirse a medida que avanza el relato. Pero, curiosamente, lo que se escribe no es lo que la novelista ve, sino lo que hace ver al narrador que ha inventado, un narrador objetivo, naturalmente.  El novelista es como un viajero en el tiempo y en el espacio, que da cuenta de lo que sucede en el presente descrito pero también, va troceando a veces lo que el mirón había visto, puede dar saltos temporales y rescatar del pasado elementos necesarios para la comprensión del relato.
Claro que no siempre el autor sabe lo que quiere ni lo que busca, solo siente la necesidad de escribir, como confiesa el escritor Premio Nobel Vidiadhar Surajprasad Naipul, nacido en la isla de Trinidad en el seno de una familia de emigrantes hindú. Como escritor transterrado, Naipul refiere su proceso de escritura entre las tradiciones mutiladas de una India que se remontaban al siglo XIX y el ambiente de las plantaciones de caña de azúcar de una pequeña aldea de la isla de Trinidad.
Volvamos a la narradora de mi novela Prohibido salir a la calle, una niña de once años que da cuenta del mundo que la rodea: la familia, la escuela, el barrio y la calle. La autora está oculta, no existe una voz que dé explicaciones o haga comentarios al margen, solo la narradora, a través de la cual se expresan los personajes de la novela. Ella dice, ella acierta, ella yerra. Sólo ella. Tal vez lo que dice se deba a que no comprendía bien el mundo que la rodeaba. El punto de vista de la narración está limitado a la capacidad de comprensión que le permiten sus escasos años. Se trata de una niña de gran agudeza e inteligencia, que capta las asimetrías respecto al género y a los roles de los miembros de su familia, que percibe las contradicciones entre el discurso oficial de la escuela y la realidad de su hogar, que da cuenta de los cambios que se suceden en su mundo y del asombro que despiertan en los mayores. La voz narrativa se podría definir como el dispositivo retórico de que se vale un autor para “arrancar” con su relato. Es la proyección ficcional del autor. La pregunta es quién mira, quién habla y desde dónde habla, cuál es su perspectiva, pues la voz narrativa puede contar la vida de los personajes y su propia vida.
Naturalmente, este personaje de Prohibido salir a la calle tiene muchos rasgos comunes con la autora. En primer lugar, el periodo de la infancia coincide con su biografía, así como las huellas de los sentimientos que deja la experiencia de vida: el paso de la provincia a la ciudad, la ausencia del padre, el asombro y la fascinación ante el descubrimiento de la ciudad y el lenguaje de las emociones de ese mundo íntimo y personal en el que transcurre la infancia. Pero no es una autobiografía, ya que los hechos seleccionados de la propia experiencia sólo son la materia prima de un universo que se construye y que cobra vida gracias al peso de los personajes y los hechos creados y a las situaciones que los sostienen. Y, en virtud de las circunstancias, de lo que va ocurriendo, de las relaciones que gentes, cosas y hechos engarzan entre sí, la vida de los personajes tiene su propia evolución, aparecen obligaciones, necesidades, dependencias que no existieron nunca fuera de la novela.
Un precioso ejemplo de la vida independiente y propia de los personajes lo encontramos en una película del director francés Jean Luc-Godard. Me refiero a Mozart, for ever (1966), que me proporcionó el profesor, escritor y poeta Jorge Urrutia. En la secuencia inicial se encuentran dos viejos amigos; uno regresa de España y trae una obra teatral de quien fuera presidente de la Segunda República española, Manuel Azaña, se lo enseña al otro y pregunta: ¿Te acuerdas de quién es Manuel Azaña? A lo que el otro responde: Sí, quien dijo: Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más. Quien conozca bien la historia cultural de la España de los años treinta del pasado siglo no podrá sino extrañarse, ya que esta frase no la dijo Azaña, sino el escritor José Bergamín. Lo interesante es que al final de la película se lee el siguiente rótulo: “En esta película se ha hecho uso de frases de las siguientes personas”, y en la lista no aparece el nombre de Azaña, pero sí el de Bergamín. Significa que el director sabe muy bien de quién es esa frase, el que se equivoca es el personaje de la película. Esta anécdota muestra claramente que el autor construye las condiciones para que los personajes actúen, pero estos poseen cierta independencia que, paradójicamente, obliga al autor a obedecer.

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