Escritoras y escrituras VIII. Silvia Galvis, Sabor a mí



La violencia en Colombia, lo sabemos, es uno de los periodos más prolíficos en la ficción narrativa en el país. Desde El día del odio, de Osorio Lizarazo, hasta El crimen del siglo, de Miguel Torres, pasando por Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, de Alba Lucía Ángel, la novela ha dado cuenta de este episodio desde el punto de vista de las masas amotinadas, del asesino del líder, o de la mujer, como en el relato de Ángel, quizás el más experimental y audaz de esta saga. Faltaba, quizás, introducir la voz femenina infantil en estas narraciones, como hace Silvia Galvis (1945-2009) en Sabor a mí.

Periodista, politóloga, investigadora, Silvia Galvis destacó por su compromiso con la verdad creando una unidad de investigación en el periódico que dirigía. Indagando en los archivos buscó acercarse a los hechos con argumentos, bebiendo en las fuentes documentales. Así pudo revisar las versiones oficiales de la historia y ofrecernos un relato de los momentos clave del país, como el dominado por Rafael Núñez, padre fundador del moderno Estado Colombiano. Pero Galvis lo hizo desde la óptica femenina recuperando en su novela Soledad, conspiraciones y suspiros, el papel protagónico de la mujer en el siglo XIX. Inspirada en Soledad Román, amante y esposa del presidente Núñez, cuya fama de seductor y adúltero escandalizó a la buena sociedad, a la que sometió con su masculinidad impuesta. Galvis enfrenta a este poder el de una mujer que desafió a la Iglesia y a los prejuicios de la época.


Asimismo, Galvis dio cuenta del fenómeno del narcotráfico en La mujer que sabía demasiado, relato metaficcional inspirado en la llamada “monita retrechera”, que nos introduce en la compleja trama del poder evidenciando los vínculos entre la política y el crimen organizado en el oscuro Proceso 8.000, durante el mandato de Ernesto Samper. Sin prejuicios, la autora teje una trama policial en torno a esta mujer, con una riqueza de recursos que desde el título de la novela establecen un diálogo con la tradición literaria, de modo que la ficción se filtra entre  las grietas de la realidad estableciendo sus propias normas.

En Sabor a mí (1994) Galvis vuelve a instalarnos un periodo oscuro del país, el de la violencia política de los años cincuenta, pero lo hace hurgando en la vida cotidiana y en las tradiciones populares desde la mirada infantil femenina. Ana Peralta y Elena Olmedo deciden escribir un libro, un diario inspirado en el de Ana Frank, cuyo testimonio las ha conmovido: “Voy a escribir como me salga y lo que me salga y voy a hacer que me lo publiquen antes de que me muera o me maten en este país que matan tanto”,  le dice Ana a su amiga. He aquí un planteamiento estético de una profundidad estremecedora, y que supone una sociedad donde quienes escriben están en peligro de muerte. La escritura se plantea entonces como un acto de rebeldía contra ese destino. Sin embargo, Elena acepta escribir sus recuerdos, para juntarlos con los de Ana, sin ninguna pretensión, sin saber siquiera si le gusta escribir. Así se remonta a la infancia donde domina la imagen de la madre entregada al cuidado personal y al maquillaje con el que disimula las huellas del sufrimiento por un matrimonio desdichado.


Sabor a mí es una novela que tiene como protagonistas a estas dos niñas en tránsito hacia la adolescencia, edad en la que se empieza a mirar el mundo con desconfianza. El entorno familiar, los padres, el colegio, los rituales sociales presentan contradicciones que denuncian la falta de autenticidad de los mayores. La educación insiste en el disimulo y en el ocultamiento de las faltas, de los pecados y las carencias, que se maquillan con rígidas fórmulas. Pero la injusticia social, el clima de violencia y la falta de libertad oprimen a quienes detectan el engaño en que viven.

Nos encontramos en una ciudad colombiana de provincia, en los años posteriores al asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán. Para imponer el orden, el gobierno persigue y ejecuta a miles de campesinos acusados de liberales. Después viene la dictadura del general Rojas Pinilla, que se impone en 1953 y acaba en 1957, periodo que coincide con el tiempo del relato, y que abarca la pubertad y adolescencia de Ana y Elena. Si bien la dictadura de Rojas Pinilla se caracterizó por algunos avances, en cuanto a la infraestructura del país, como la mejora en las vías de comunicación y el ejercicio, por primera vez, del voto femenino, se asiste a una pérdida de libertades individuales, al cierre de periódicos y a una mayor intervención de Iglesia en la vida de las personas. Aliado del conservadurismo más feroz, el clero estigmatiza a quienes defienden los derechos individuales y los principios de igualdad de cualquier sociedad democrática, acusándolos de comunistas, lo que supone una condena. A esto se suman los prejuicios sociales que asfixian, sobre todo, a las mujeres sometidas a la institución del matrimonio. Estas circunstancias se filtran en el relato a manera de chismorreos y se entremezclan con los dramas familiares de una clase social que se pone a prueba por su falta de compromiso.

Ana y Elena encarnan una dualidad entre la libertad individual y la obediencia a las normas. La primera es rebelde y concibe su destino de escritora como una liberación y una venganza. La segunda está atrapada en los valores de una clase que la empuja a postularse como reina de belleza y casarse con un buen partido, destino del que no la aleja la escritura, que sólo le servirá para reseñar los cotilleos recogidos en las reuniones sociales. Pero estos rumores tienen un peso indiscutible, en cuanto erigen mitos y levantan reputaciones. Las mujeres chismosas exponen los trapos sucios de las casas ajenas,  exhiben las llagas de una sociedad que se destroza a sí misma, y vemos esto a través de la mirada de Elena. Las dos jóvenes, cara y cruz de una misma moneda, le asignan un sentido a la historia desde sus perspectivas.

Con habilidad técnica y formal, Silvia Galvis maneja la intriga ofreciéndonos pequeños detalles de un gran cuadro cuya composición nos corresponde llevan a cabo. Historia y ficción van íntimamente unidas, pero no se trata de un reflejo, ni del testimonio de una época, sino de la construcción de un universo donde domina la sensibilidad femenina en su fragilidad y capacidad autodestructiva, pero también en su potencia creadora y en su fortaleza interior. Asimismo Galvis conecta la historia del país con la sensibilidad popular que se conmueve con radionovelas como El derecho de nacer, donde cada quien lee la realidad de acuerdo a sus circunstancias.

Las dos jóvenes recogen los rumores que lleva el viento de salón en salón, los pecados de los hombres infieles y maltratadores que abusan de otras mujeres, las culpas volcadas en los confesionarios, los fallos del sistema educativo que reproduce los defectos de una sociedad que se asienta sobre los privilegios y no sobre los méritos, los chismes de las empleadas del servicio doméstico, quienes constituyen el lazo de unión entre las clases. Hijas ilegítimas o “naturales” de los patrones, éstas acaban siendo hermanas de las señoras a las que sirven y madres de sus hijas, como lo es Trini para Ana, con quien comparte complicidades, como su afición a la radionovela escrita por el cubano Félix B. Cagnet, que en los años cincuenta hizo llorar a un público femenino pegado a la radio. Sin distinción de clase, las mujeres suspiraban por la suerte del hijo no reconocido, ese Albertico Limonta que reclamaba un lugar en la sociedad, un drama muy hispánico, por cierto. 

En veinticuatro capítulos los personajes siguen al hijo repudiado hasta verlo convertido en un hombre de bien. Con el desenlace, las opiniones de las radioescuchas se dividen entre quienes consideran inmoral reconocer a los hijos “naturales” y quienes piensan que lo importante es el triunfo del bien sobre el mal. 

Así, Galvis teje distintos hilos de la historia mezclando la ficción con la realidad y la historia, como ha hecho en otras novelas. Ídolos del cine, radionovelas, comunicados del gobierno, mensajes publicitarios, letras de canciones, oraciones y jaculatorias, dan vida a una época sombría. La autora afina los puntos de vista de estas dos niñas preadolescentes enfrentadas al difícil reto de ser mujeres en una sociedad predominantemente machista, católica, conservadora, fanática y políticamente retardataria, que no acaba de ingresar en la modernidad. Desde su mirada sentimos cómo se agita aquel mundo provinciano que se ve sacudido por la infidelidad de una mujer, más que por la violencia. 

El desenlace en Sabor a mí no puede ser feliz, ya que los cambios que reclama la sociedad implicarían renuncias y sacrificios para los que no está dispuesta "la gente de bien". De hecho,  Elena permanece entre los suyos observando las reglas impuestas. En cambio, ya no hay un lugar para Ana en aquel mundo. Confinada en un internado, lejos de su tierra, donde suponemos cocina una venganza, se aferra al deseo de convertirse en una autora famosa, lo que equivale a impedir que la destruyan.

La edición consultada es la 4ª, de la editorial Sílaba de 2013.

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