Los ojos, de Pablo Messiez

Hacía mucho tiempo que una puesta en escena no me llenaba de vida ni me abría los ojos de la manera como me ha ocurrido con Los ojos, obra del joven dramaturgo argentino Pablo Messiez (Buenos Aires, 1974) autor también de piezas celebradas como Muda y Ahora. El texto de Los ojos es de una inteligencia y una lucidez solo comparables con las grandes obras de la literatura. De hecho, se inspira en una novela clásica, Marianela, de Benito Pérez Galdós, pero no trata solo del tema de la ceguera, sino de ver más allá de los tópicos y de los condicionamientos que nos circundan y limitan. He de decir que Messiez es agudo, punzante, lacerante, sarcástico, pero el efecto de sus palabras en el espectador es posible gracias al magnífico trabajo actoral. Interpretada por las actrices Marianela Pensado en el papel de Nela, Fernanda Orazi en el papel de Natalia, Violeta Pérez en el papel de Chabuca y por el actor Óscar Velado en el papel de Pablo, la obra alcanza una intensidad dramática que corta la respiración y sus afirmaciones nos hace pensar en autoras de nuestros entorno literario, como la brasileña Clarice Lispector, quienes en sus textos quiebran la sintaxis, de la lengua de forma tan dolorosa, que al reponernos sentimos que hay algo distinto en nosotros.
¿Qué significa ver, si apenas vemos, si la verdad estamos ciegos de lo que no vemos ni conocemos? Pablo no conoce la diferencia entre la oscuridad y la luz, no tiene la noción de los colores, pero sabe y aprende a través de los sentidos. Nela ama a esa criatura que depende de ella y ser su Lazarillo se convierte en la única razón de vivir. Pero no quiere que Pablo vea. Prefiere morir antes que arriesgarse a que no la ame cuando la vea. Chabuca es una suerte de chamán que cura con canciones y que va a la provincia apartada en busca de tranquilidad. Con Nela se da cuenta de que tampoco es posible la paz tan anhelada, porque el arrebato de los sentimientos también allí es de naturaleza salvaje. Pablo no se había planteado ver hasta que aparece Chabuca y le explica que es capaz de curar con canciones. Nela encarna a los seres simples que no se plantean cambiar la realidad y que se angustian cuando algo se mueve y remueve las bases sobre las que creen se sostiene la existencia. Por el contrario, Natalia desmonta los tópicos sobre nuestro estar en el mundo, las frases hechas, las consignas vacías, o falsas, en las que nos apoyamos para evitar preguntas esenciales como, qué hacemos en este mundo y que significa “esto”.
Conceptos como patria, arraigo, pertenencia a una tierra, familia, etc., poco valen a la hora de apaciguar la angustia, el temor a la muerte, la cercanía del abismo. Lo que sí tiene sentido, ante la inevitable y desgarradora soledad del ser humano en el mundo contemporáneo, de la que Walter Benjamin nos hace conscientes, es el amor. Solo se arraiga en el otro que nos ama y que amamos. Esta verdad justifica la muerte de Nela sin Pablo, a la vez, que la muerte de Nela justifica la fuga de Natalia hacia la nada, ese salto al vacío que es el viaje, la búsqueda del lugar donde podemos ser. Enfrentada a la nada, la actriz sostiene la mirada ante los espectadores a quienes lanza la pregunta sobre el sentido de la vida. En esos segundos en que Natalia está sola en el escenario, sentimos el poder del arte para quitarnos la venda de los ojos y remover recónditos temores, en una suerte de exorcismo que renueva nuestras energías y aumenta las posibilidades de felicidad, aunque ver más allá nos cause dolor y sufrimiento. Ante esta verdad, es un consuelo la ironía, ejercicio máximo de la inteligencia de la que esta obra es una muestra excepcional.

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